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Pepi, un ama de casa de 56 años, felizmente casada, asiste al derrumbe de su mundo y acaba sumida en un frenesí de lujuria arrastrada por un amigo de su hijo.Nuestra historia se inicia en una finca de inquilinos de renta antigua. Un bloque de cuatro plantas en las afueras de una ciudad de provincias. En el mayor piso del inmueble, en la primera planta, vivía el propietario, el señor Sánchez. El resto del edificio estaba ocupado por un grupo heterogéneo de inquilinos que pagaban un alquiler muy bajo, que resultaba, en ocasiones, casi simbólico. El propietario era un viudo ya mayor, generoso, y con un carácter apacible y bonachón, que nunca insistía demasiado en los alquileres atrasados o los problemas financieros de sus pobres inquilinos. De hecho, dinero no le faltaba ya que el grueso de sus ingresos provenía de los bajos del edificio, también alquilados a un par de sucursales bancarias, un bar y un pequeño supermercado. Con esos ingresos, el señor Sánchez tenía más que suficiente para vivir como un marqués y podía permitirse el lujo de ser generoso y altruista.
En cuanto a la fauna que poblaba la escalera, digamos que había un poco de todo, con predominio de gente humilde: familias de trabajadores e inmigrantes con muchos hijos y pocos ingresos, algún que otro anciano, vendedores del top manta y, en el cuarto piso, la protagonista de nuestra historia, la señora Pepi, de 56 años, y su marido, Andrés, de 70, ya jubilado, el antiguo portero de la finca (de la época de esplendor en la que la finca tenía portero...).
Ella es una hembra todavía de buen ver, con anchas caderas que culminan un enorme culo jamonero y un buen y hermoso par de tetas, algo caídas, porque la edad no perdona. Así y todo y a pesar de no cuidarse demasiado y tener algún kilito de más, sigue siendo una jamona de las que no pasan desapercibidas a algunos depredadores de hembras. Su marido, el señor Andrés, es todo lo contrario, un hombre que le saca casi quince años y que está algo más avejentado que los setenta años que marca su edad cronológica. De estatura media, delgado pero con barriga y encorvado al andar, está débil por la edad, lo estragos del tabaco y el sedentarismo de su vida de jubilado. Aunque, a decir verdad, es un sedentarismo que no difiere mucho de su anterior vida como portero de la finca.
En cuanto al carácter de ambos, eran como el sol y la luna. Ella, radiante, amable, sonriente y generosa, siempre de buen humor y dispuesta a hacer favores. Él triste, mezquino, depresivo y rencoroso con la vida, que siempre creyó que le debía algo. Aunque todo quedaba disimulado con su aspecto de anciano inofensivo.
Pero había algo más que tendríamos que resaltar y que es importante para la historia que nos ocupa. Hablamos de la triste y patética vida sexual del matrimonio. Pepi había tenido una educación bastante conservadora y tradicional. Se casó muy joven y nunca conoció a otro hombre que su marido. El sexo, nunca fue, ni de lejos, una de sus prioridades. Sus hijos y los hijos del casero, viudo desde joven, a los que también crio, fueron el centro de su existencia. Cuando comienza nuestra historia, hacía ya más de quince años, desde que su marido andaba en los 55 años y le detectaron una insuficiencia cardiaca, que no mantenían relaciones sexuales. Aunque tampoco lo echaba de menos, antes cuando lo hacían más o menos regularmente una vez cada quince días o al mes, tampoco es que fuese algo que le proporcionase placer en absoluto. Era algo que tenía que hacer como mujer casada y para proporcionar alivio a su esposo. Nada más. Y, de hecho, él tampoco parecía muy interesado en el tema. Un poco más cuando era joven. Después, fue perdiendo interés por el sexo y ganándolo por la comida y otros placeres más cómodos y tranquilos: la tele, el fútbol...
El matrimonio, que malvivía con la mísera pensión del marido, tenía la fortuna de conocer al señor Sánchez de toda la vida. Los hijos de Sánchez fueron amigos de los hijos del matrimonio y se tiraban el día jugando en la portería y Pepi, tras morir la madre de los niños cuando eran pequeños, los cuidó como si fuesen suyos. De hecho, el mayor de los hijos de Pepi, Andrés, o Andresito, como solían llamarlo en esa época, era de la misma edad que el hijo mediano del señor Sánchez, Pablo, y su mejor amigo. Habían ido a la escuela juntos. Y, posteriormente, aunque sus caminos se separaron, siempre mantuvieron el contacto y, en la época en la que transcurren los hechos que narraremos, volvían a ser uña y carne.
Como he dicho, la paupérrima pensión de Andrés se iba casi exclusivamente en pagar el alquiler, por lo que el matrimonio, para no pasar penurias y tener que recurrir constantemente a sus hijos (Andresito, el mayor, de 35 años y María, más joven, de 32), que tenían sus propias familias y sus propios problemas, tenía la inestimable ayuda de los trabajos de costura, arreglos de ropa, que Pepi iba realizando en casa. Además, la mayoría de los meses, el señor Sánchez hacía la vista gorda con los atrasos. A fin de cuentas, Sánchez, como viudo, le debía mucho al matrimonio. Sobre todo por el buen trato que habían dado a sus tres hijos durante toda la infancia de los mismos.
Y así transcurrían las cosas, plácidamente, hasta que un infarto fulminante acabó con la vida del señor Sánchez. Esto supuso la llegada a la finca de su hijo, Pablo, para hacerse cargo de la gestión de la misma. Pablo, que en aquella época no trabajaba, no dudo en trasladarse con su mujer, a la sazón embarazada de seis meses, al piso de su padre, para gestionar las rentas.
Andrés y Pepi, que conocían al nuevo propietario desde niño, y del que sabían de su vida por la amistad que conservaba con Andresito, su hijo, lo recibieron contentos y sin temor. Así como el resto de la finca, que pensó que, cuando menos, habría una continuidad en la forma de llevar los alquileres. Pero todos estaban equivocados.
Pablo ya no era aquel niño y adolescente, travieso pero dulce, que el matrimonio de porteros había conocido. A sus treinta y cinco años era un tipo de uno ochenta de altura y bastante robusto, con unos 100 k. de peso, un enorme barrigón cervecero y una tendencia a la alopecia que disimulaba rapándose la cabeza. A pesar de llevar poco tiempo casado, más o menos un año, y de que su mujer, Marga, una joven delgadita y atractiva de 26 años, estaba embarazada, lo que debería llenarle de gozo, rebosaba amargura y frustraciones, e, incapaz de pagarlo con su mujer, a la que, a su manera, quería, se desahogaba con el alcohol y las juergas que se corría con su inseparable Andresito, que, inevitablemente, terminaban con ambos follando putas en algún club de carretera.
Pablo, licenciado en derecho, nunca llegó a ejercer y nunca había logrado hacerse un hueco en la vida. Siempre sobrevivió del dinero que le pasaba su padre y, al morir éste, vio la gestión de la finca como un cielo abierto y decidió centrarse en ello. Y triunfar de ese modo.
Y, en la finca, para sorpresa de todos, fue mucho más parecido a Atila que a Gandhi. Pablo, a pesar de que con el dinero de los alquileres comerciales tenía más que de sobra para vivir bien, además de la generosa herencia de su padre, se propuso rentabilizar el edificio. Y pensó que los alquileres vacacionales eran lo más práctico para ganar pasta rápidamente. Así que, ni corto, ni perezoso, subió las rentas y empezó a presionar a todos los vecinos para echarlos de la finca.
A todos salvo a Andrés y Pepi. Andrés, como ya he dicho tenía 70 años aunque aparentaba algunos más y estaba bastante baqueteado. Era achacoso y llevaba una vida bastante ociosa y pasiva, a lo que contribuía su diabetes y una tendencia al conformismo que había sido la tónica habitual durante toda su vida. De hecho, las riendas familiares siempre las había llevado Pepi, bastante más enérgica. Ella, a sus 56 años, como ya dije, seguía siendo una hembra de buen ver, a pesar de que los años no perdonaban y había acumulado algo de grasa en todo el cuerpo, especialmente en el culo, que se le había ensanchado bastante y unas tetas que parecía que le habían seguido creciendo con la edad. Aunque ahora, la gravedad ya no perdonaba y, cuando se quitaba sus sostenes acorazados, le colgaban hacia su incipiente barriga. En fin, una hembra que todavía retenía bastante sex appeal y se notaba que había sido de armas tomar. Aunque eso era sólo el aspecto, en cuanto a su carácter, era dulce y amable, pero sin restar un ápice de energía y nervio a su comportamiento y a su manera de encarar la vida. Lo que era lógico, con un marido tan blando y tan poca cosa. A Pepi, el hecho de haber criado a dos hijos y, además, de rebote, a los tres pequeños del viudo Sánchez, le había dado un plus de energía que, todavía mantenía a sus años y seguía cuidando de sus dos nietos cada vez que sus hijos se los colocaban...
Andrés y Pepi vivían solos, los hijos, casados, se habían independizado hacía años. En la escalera eran unos privilegiados y el señor Sánchez los trataba como si fuesen su familia, lo que, en cierto sentido, era verdad. Ahora, tras el sorprendente fallecimiento del casero, las cosas estaban a punto de cambiar.
Pablo, el hijo de Sánchez, se había ido a vivir fuera muy joven. A los 18 años se fue a estudiar a Madrid y, desde entonces, sólo había vuelto esporádicamente, y en muy contadas ocasiones había visto al matrimonio de los porteros. Con quien había seguido manteniendo contacto había sido con Andresito, que seguía siendo su mejor amigo. Y, ahora, al retornar a la ciudad, ese contacto se intensificó.
Fue en el funeral del señor Sánchez la primera ocasión en la que Pablo volvía a ver a la señora Pepi, desde hacía varios años. Para Pablo, Pepi fue algo más que la mujer que le cuidó de niño, y de adolescente, como la madre que nunca tuvo. También fue la musa inspiradora de sus primeras pajas y, desde que a los catorce años tuvo ocasión de espiarla a través de la ventanilla del baño cuando se estaba duchando, era su arquetipo de hembra: maciza, jamona y abundante de carnes, sin ser fondona. Aunque no era muy guapa, tenía atractivo. Ella, dedicada por entero a su familia y a las tareas del hogar, era por completo ajena a los pensamientos lascivos que llegó a despertar en el joven Pablito.
Y, el día del funeral, cuando Pablo, pese a los años transcurridos, volvió a ver al avejentado Andrés, junto a una mujer madura vestida con un traje negro que, aunque recatado, no podía ocultar sus formas, sintió una inequívoca punzada de deseo. La Pepi, pese a sus evidentes cincuenta y seis años, seguía teniendo un buen polvo. Y esa visión, impactó a Pablo, que pasó todo el funeral pensando en las diferentes formas en las que podía follarse a la jamona. De hecho, ahora que era el dueño de la finca, se sentía, en cierto modo, dueño de las vidas del matrimonio y tenía la intención de recuperar los años perdidos. Se acabó el buscar a furcias que le recordasen a Pepi, había llegado el momento de conseguir a la auténtica, a la mujer que más dura había conseguido ponerle la polla.
Pepi, casi no pudo reconocer a Pablo. Supo quién era, obviamente, porque era quien, junto a su hermana, recibía las condolencias. Y su hijo, Andresito, se lo confirmó. Aquel tipo con aspecto ciertamente desagradable, en nada se parecía al niño y al joven que se encargó de criar años atrás. No obstante, se acercó a saludarlo y a conocer a su mujer. El encuentro fue agradable, y ella ni siquiera se dio cuenta de que, cuando Pablo la abrazó, se demoró algo más de lo normal y, oculta en su pantalón negro, empezó a formarse una erección. Seguía sin ser inmune a las imponentes tetazas de la señora Pepi.
Pablo, de toda la multitud que asistió al funeral, los inquilinos de la finca, familiares y una multitud de amigos (su padre era un hombre muy querido), sólo tenía ojos para Pepi, a la que oteaba furtivamente para valorar sus apretadas tetazas y sus anchas caderas.
Y fue allí mismo, en el funeral de su padre, cuando elaboró un plan para beneficiársela. Un plan cutre y tosco si se quiere, pero que, a la postre le funcionó a la perfección.
A grandes rasgos la cosa fue muy simple. En primer lugar y, en concordancia con su proyecto para la finca, multiplicó el precio de los alquileres con la idea de ir acabando con los inquilinos cortos de pasta. Su intención era que se fuesen pirando para poder ocupar los pisos con viviendas de alquiler vacacional, bastante más rentables. Pablo no lo hacía porque le faltase dinero, sólo con el alquiler de los locales comerciales de los bajos tenía como para vivir holgadamente. Su intención era la pura codicia en primer lugar y, de rebote, forzar una situación que le permitiese follarse a la jamona de Pepi. Le importaba un pimiento si para ello tenía que desahuciar a seis o siete familias y dos ancianos solitarios, su polla era lo primero. Todo un personaje nuestro amiguete.
Pablo sabía que el matrimonio de los antiguos porteros no estaba en condiciones de asumir una subida y que, su única salida sería dejar la vivienda. Por lo tanto, cuando acudieron a suplicarle mantener las condiciones anteriores, Pablo les hizo una oferta. Le pidió a Andrés que asumiese de nuevo el cargo de portero por las mañanas (en plan puñetero le puso un horario de 9 a 17 horas), a cambio de no cobrarles el alquiler.
Con todo el cinismo del mundo le dijo a Andrés que, de ese modo, podría sentirse útil y, además, estaría entretenido. En cuanto a Pepi, podía dedicar las mañanas a sus arreglos de costura y realizar las tareas de la casa. Y, en un alarde de hipocresía, les dijo, finalmente, que si por él fuese no les cobraría alquiler, pero, claro, se veía obligado por las circunstancias y no podía hacer excepciones y que se enterasen los otros vecinos de la finca.
El matrimonio, que estaba casi llorando, temiendo un desahucio, aceptó aliviado las condiciones y corrió a abrazarle tras el acuerdo. Pablo, casi sin disimulo, se deshizo rápidamente de los brazos de Andrés y se apretujó con ganas a Pepi, frotando, como quien no quiere la cosa, la cebolleta contra el maduro cuerpo de la mujer. Ésta, llegó a sentirse incómoda, pero disimuló. Por dos motivos, en primer lugar, no quería estropear la alegría de su esposo que lloriqueaba al lado, y, por otro lado, era incapaz de asumir lo que estaba ocurriendo. Es decir, no creía que Pablito, al que consideraba prácticamente un hijo, estuviese intentando meterle mano, así que lo racionalizo como si fuesen imaginaciones suyas, fruto de la tensión del momento.
Al día siguiente, Andrés ya estaba instalado en una polvorienta mesa en el descansillo de la escalera de la finca, básicamente para no hacer nada. Ver a la gente que entraba y salía, pegar un par de escobazos al zaguán, bostezar entre cabezada y cabezada y escuchar la radio que, “generosamente”, le había regalado Pablo, su benefactor.
Pablo, a las 9 y media de aquella mañana, cuando había colocado al anciano portero en su lugar, cogió el ascensor y se plantó en el cuarto piso, en la minúscula vivienda del matrimonio. Llevaba un viejo pantalón con la excusa de ajustar los bajos.
Pepi, en cuanto oyó el timbre y lo vio en la puerta ya se temió lo peor. Pero fue incapaz de oponerse a su entrada. Una vez en el comedor, Pablo tomó posesión del sofá y, tras un tenso tira y afloja de negociaciones, consiguió tener a su deseada hembra haciéndole una paja.
Pablo que llevaba días o, mejor dicho, casi toda la vida esperando este instante, había tratado de ensayar un discurso persuasivo y convincente para conseguir los favores de Pepi. Pero tras iniciar su perorata, se percató de la mirada de la mujer, que oscilaba entre el miedo y la resignación, y decidió tirar por la vía directa y proponerle que “para colaborar en el pago del alquiler, tal y como Andrés estaba haciendo con su trabajo en la portería, su parte sería el alivio sexual de su casero, o sea, de él mismo...” Ella, que ya se esperaba algo parecido, tras notar las extrañas miradas que le había dirigido Pablo desde que volviera a entrar en sus vidas, intentó una última baza de súplicas:
-Pero, pero... ¿cómo puedes decirme esto? ¡Si podría ser tu madre!
-A ver, Pepi, no me seas mojigata... Cualquiera diría que te estoy pidiendo dinero... ¡ja, ja, ja! Si lo que yo quiero es ayudarte... mejor dicho, ayudaros, a los dos, a ti y a Andrés... –Pepi, le miraba boquiabierta y asombrada ante su desfachatez, ahora iba a resultar que era él el que le estaba haciendo un favor. –Yo lo único que quiero es alguien que me desahogue un poco... Piensa que Marga está embarazada de seis meses y no está mucho por la labor de tener relaciones... por así decirlo. Así que, antes que ir a buscar algo por ahí y pillar cualquier cosa... pues prefiero tratar con alguien de confianza... con una persona a la que aprecio y a la que también puedo ayudar de algún modo... Qué se yo, con la renta o a algo así. Porque, a ver, acaso no le he encontrado un trabajo perfecto a tu esposo...
-Pablo, por favor, ¿te estás riendo de mí? Si lo único que has hecho es subirnos el alquiler... que no lo podemos casi pagar y poner al pobre Andrés, que tiene ya setenta años y casi no se tiene en pie, a currar en la portería, para hacer nada...
Pablo la observaba poniendo su mejor cara de póquer, admitiendo que el diagnóstico de Pepi era exacto: les había subido el alquiler, había puesto a currar a un pobre viejo, que casi no se aguantaba los pedos, ocho horas todos los días, y todo con el único objetivo de poder follarse tranquilamente a su mujer, para más inri, la madre de su mejor amigo... Y ahora, pretendía hacerse el altruista y fingir que sólo quería ayudar a un pobre matrimonio en hora bajas... En fin, donde manda la polla, no manda el marinero...
-A ver Pepi, la cosa está muy jodida, y tienes dos opciones, o me ayudas a aliviarme un poquito, lo que tampoco te cuesta nada y, además, no se va a enterar ni Dios, o pasas del tema y, te aseguro, que no vais a poder pagar el alquiler, ni de coña... por muchas horas que se eche Andrés en la Portería, lo que, en el fondo, no es más que un paripé para que el hombre se sienta útil... En fin, lo que te quiero decir, y, resumiéndolo mucho, es que, o me haces una paja, con lo que vuestra situación va a mejorar, o, ya puedes ir empezando a preparar las cosas porque no duráis ni dos días en el piso... –esta vez Pablo había endurecido la voz y mostrado su verdadera cara -¿Te ha quedado claro? Y conste que, lo estoy haciendo porque os aprecio, y por la gran amistad que os tengo y que tengo con vuestro hijo... a cualquier otro ya lo habría puesto de patitas en la calle y estaría sacando diez veces más por el piso con un alquiler turístico...
Las amenazas comenzaban a surtir efecto. Y Pepi, que tenía los ojos chispeantes y, a punto de llorar, acabó cediendo:
-¡Joder, quién me iba a decir que eras así! Con la de veces que te he cuidado de niño... aquí jugando con Andresito... – y mientras hablaba se estaba remangando.
Pablo no pudo evitar sonreír y su erección creció exponencialmente.
-Tranquila Pepi, no seas tan arisca, si va a ser sólo un momento... –dijo al tiempo que se sacaba la tranca de la bragueta. – Si no te importa, me sentaré en esta silla... –Ella continuaba sentada enfrente, en el pequeño sofá del comedor y no pudo evitar un respingo al ver la gruesa polla, tiesa como un palo. No era muy larga, pero sí extremadamente gruesa, casi como la muñeca de la mujer. Ella, que sólo había visto y, ni siquiera bien, la pequeña pilila de su esposo, flipó en colores, como suele decirse.
Estaban frente a frente y Pablo, mientras Pepi acercaba tímidamente su mano, que apenas si podía abarcar el palpitante y venoso tronco del rabo, añadió:
-Procura apuntar el capullo hacia el delantal, que no te quiero manchar.
Pepi empezó a menear la rígida polla tímidamente. Pablo, no pudo evitar un respingo cuando sintió la mano de la mujer moviendo su tranca torpemente. La polla se le puso más tensa, si cabe, y Pepi, interpretó, erróneamente, que estaba a punto de correrse. No era así, Pablo se recreaba mirando alternativamente la mano y la cara seria y llorosa de Pepi. Ella evitaba levantar la mirada para ver los ojos del hombre y se limitaba a mover la mano, sin demasiado entusiasmo. Pero, poco a poco, fue cogiendo ritmillo. Pablo trató de animarla:
-¡Ves mujer! Si no es para tanto... además, seguro que hasta te está gustando un poco...
Ella levantó la mirada fugazmente y le fulminó. Lo que a Pablo pareció espolearle y se la puso más tiesa aún. Pepi, entonces, se decidió a acabar con el asunto lo más rápido posible y empezó a agitar el rabo con más intensidad. Paradójicamente, algo le estaba sucediendo a nuestra buena mujer y, contra su voluntad, sus instintos la vencieron y empezó a notar una cierta humedad en el coño. Se estaba excitando.
Pablo, se recreó mirando a la madura mujer, de la que apreciaba el canalillo de sus grandes tetas bamboleantes y su cara que no osaba levantar la mirada. A los cinco minutos, Pablo decidió que era el momento de darle el regalito a la zorra. Se había portado bien, qué duda cabe, y se merecía un buen premio. Y así, sin avisar, comenzó a tener espasmos en el rabo y a soltar espesos chorros de leche que asustaron a la Pepi, y la hicieron parar, aunque, rápidamente, Pablo la cogió de la muñeca y la obligó a continuar con un perentorio grito: “¡Ni se te ocurra parar ahora, cabrona!”
Cuatro o cinco chorros de leche es estrellaron contra el providencial delantal pero hubo leche repartida por la tapicería del sofá e incluso por los pantalones de Pablo. Finalmente, el hombre, jadeante, le permitió dejar de menear la manita, mientras iba recuperando el aliento. A ella le dolía el brazo, la postura no había sido nada cómoda. En próximas ocasiones tendría que buscar hacerlo de otro modo. Pepi se limpió la mano con un trapo que llevaba al hombro y pudo ver como Pablo, sin cortarse un pelo, se quitaba los pantalones del todo y se limpiaba los restos de leche que tenía por la barriga. Después se los tiró y le dijo a Pepi que los limpiase, que la mañana siguiente vendría a recogerlos. Se puso los pantalones viejos
-Anda, mírame, Pepi –le dijo Pablo
Ella levantó tímidamente la mirada, mientras él se abrochaba la bragueta.
-¿Has visto como no ha sido tan terrible?
Ella, aunque seguía mirándole con cara de odio, asintió. Pablo se llevó la mano al bolsillo, sacó la cartera y le lanzó un billete de 50 euros que fue a caer sobre uno de los pegotes de esperma del delantal, ante la horrorizada mirada de Pepi.
-Toma, te lo has ganado. Para que veas. Cómprate algo bonito. O algo bueno para cenar y luego te das un homenaje o le preparas algo bueno al hombre de la casa... Que, por cierto, ahora me pasaré a saludarlo a ver cómo le va en la portería...
El cinismo de Pablo la ponía enferma. Pero lo que más le molestaba de todo el asunto era el hecho de haber mojado las bragas, lo que la hacía sentirse inmensamente culpable. Pablo continuó con su monólogo.
-Esta tarde me pasaré por una tienda de muebles y encargaré un sofá nuevo, más cómodo que la mierda esta que tienes. Más que nada para no tener que estar cómo hoy. Ya les diré a los de la tienda de muebles que lo suban. Se van a cagar en todo, ja, ja, ja... Tener que subir a un cuarto piso. Y seguro que no cabe en el ascensor... Al menos es por una buena causa. Servirá para que ayudes a la economía familiar. Porque ten en cuenta que estos trabajitos te los voy a pagar.
Ella seguía alucinando, mientras Pablo iba saliendo de la habitación. Pepi miraba el billete y empezaba a sopesar la situación. Si seguía aceptando las humillaciones recibiría dinero del casero, si se negaba se quedaban en la calle. Tenía muchas dudas, pero lo que acabó de decantar la balanza fue, más que nada, la humedad de su chocho.
-Volveré mañana. –se despidió Pablo.
-Pablo, -dijo ella, al tiempo que él se detenía sorprendido de que le dirigiese la palabra. –Ven sobre esta hora... que no estará Andrés.
-Claro, claro, tranquila... –respondió él.- Ya me encargaré yo de que esté en su puesto de trabajo, como tiene que ser. - Y se fue feliz de haber roto el hielo con la jamona.
A partir de ese día, las cosas se fueron acelerando. Pepi, con la espada de Damocles del chantaje al que estaba sometida por Pablo, la posibilidad de echarlos a la calle o de putear aún más a su anciano esposo, fue cediendo en todas las exigencias del cabroncete de Pablo.
Pablo, diariamente dejaba a Andrés viendo la tele en la portería (al final se había apiadado del viejo y le había cambiado la radio por un viejo televisor) y subía al piso donde le esperaba una angustiada Pepi. Bueno, angustiada los primeros días. Después...
Al tercer día ya había conseguido que le chupase el rabo. Una polla que, como dijimos, no era muy larga, pero sí anormalmente ancha. La tranca forzaba al máximo las mandíbulas de la jamona, lo que excitaba sobremanera a Pablo. Éste la obligaba a tragarse la leche, aunque, en ocasiones se corría en una copa y la obligaba a bebérsela mientras le hacía fotos con el móvil. Ella actuaba con una sumisión que, a los ojos de Pablo, estaba virando hacia un cierto entusiasmo. Está claro que la Pepi estaba bien necesitada sexualmente. De hecho, cada vez que Pablo abandonaba el piso, Pepi salía corriendo a quitarse las bragas, adornadas con un enorme manchurrón de humedad en la zona que estaba en contacto con su coñito.
Había pasado una semana desde el comienzo de la relación con la madre de su mejor amigo y musa de sus pajas de la infancia. Contra todo pronóstico, la relación progresaba adecuadamente, como suele decirse en el colegio.
Ahora el comedor tenía un aspecto distinto, con un sofá de piel nuevo, grande y cómodo, y una nueva televisión de 70 pulgadas (muy excesiva para el diminuto comedor, pero la había comprado Pablo, le gustaba ver el porno a lo grande...). La excusa fue que Andrés disfrutase también de sus programas favoritos por las tardes. Eso sí, las mañanas el sofá tenía el monopolio de la jamona de su mujer y el hombre que le ponía los cuernos...
Andrés, por su parte, desconocedor de la cornamenta que tan esplendorosamente adornaba su cabeza, estaba encantado con el trato “privilegiado” que, a su entender, le dispensaba el casero. Pablo siempre se mostraba amable con él y le vendía la moto de que era su mano derecha de la escalera. Andrés correspondía de un modo servil y rastrero, convirtiéndose en un pequeño tirano y lacayo de su amo en su pequeña parcela de poder, que era el recibidor de la escalera. Informaba a Pablo de todos los movimientos de la finca, de las compras que subía cada familia (por aquello de que, si las cosas les iban bien económicamente, el casero podría subirles el alquiler...) y, cada día, cuando subía a casa tras su jornada laboral, hablaba maravillas del bueno de Pablo a su mujer. Ella, que ya había recibido su buena ración de leche fresca durante la mañana, escuchaba atónita las peroratas de su marido, empezando a sentir un profundo desprecio por él.
De ese modo Pepi podía racionalizar el placer que empezaba a sentir, cada vez más intensamente, por los polvazos que le pegaba el crápula de Pablo. Y, de ese modo, mientras Andrés le contaba las hazañas del señor Pablo, como le había empezado a llamar ahora, ella pensaba en hazañas de otro tipo y se palpaba su enrojecido coño o su recientemente dilatado ojete. En fin, el morbo había entrado en su vida. Y parece que para quedarse.
A partir unos días, Pablo ya obligó a Pepi a recibirle en bata y en ropa interior. Prendas que, a los cinco minutos estaban tiradas por los suelos mientras la pareja se morreaba en el sofá. De momento, Pablo estaba dosificando las cosas y continuaba con las pajas, con la salvedad de que ahora, Pepi le había cogido el gusto y, mientras le meneaba la tranca a su amante, se masturbaba. Seguía sin ser muy comunicativa pero la humedad de su coño hablaba por sí sola. Parece que el tema no le disgustaba del todo...
Un día, Pablo le había traído un paquetito y, tras correrse, le dijo que lo abriese. Pepi encontró dentro un kit para depilado íntimo.
-¿Sabes qué es esto?
-Sí –respondió ella tímidamente
-Pues nada, ya puedes ir cagando leches al baño y usarlo. Tienes quince minutos, que luego tengo otra sorpresa...
Pablo se sorprendió cuando ella, ni corta, ni perezosa, le obedeció con presteza. A los quince minutos justos apareció con el coño mondo y lirondo.
Pablo aplaudió y Pepi se sonrojó. La hizo sentarse en el sofá y le comió el coño. Nunca se lo habían hecho y Pepi se corrió sin tapujos, ni disimulos.
Después follaron por primera vez. Y Pepi volvió a correrse, ante el asombro de Pablo.
Esta vez, al despedirse, Pablo le entregó cien euros, que ella recogió agradecida. Y le besó. Gratis.
Pronto, las folladas empezaron a ser diarias y sistemáticas. Retozaban en la pequeña cama matrimonial, ensayando todas las posturas. Su preferida era tenerla acuclillada sobre la tranca y currándose, ella misma su ración de esperma.
Y, desde el primer día en el que Pablo consiguió hacer que Pepi se corriese, a pesar de todo el remordimiento del mundo, se esforzó porque la buena y abnegada mujer tuviese siempre por lo menos un orgasmo.
Curiosamente, y esto era algo de lo que Pablo era perfectamente consciente, en cuanto terminaba el periodo de placer de la jamona, sus remordimientos se acentuaban. Aunque, la verdad, muchas veces el sentimiento de culpa duraba sólo hasta que el cornudo Andrés venía a casa con alguna gilipollez tipo: “Hoy el señor Sánchez me ha felicitado por lo bien que llevo la portería...” o “Hay que ver lo bien que se porta el señor Sánchez con nosotros, nos paga un suscripción a Bein Sports para poder ver el fútbol...” La ceguera de su marido sacaba a Pepi de quicio y disipaba, de golpe, cualquier tipo de remordimiento que pudiese albergar por disfrutar de la polla del casero.
Normalmente, nuestra feliz pareja podía disfrutar del sexo tranquilamente durante las apacibles mañanas, sabiendo que el fiel sabueso de Pablo, estaba controlando el cotarro en la planta baja o, más frecuentemente, dando cabezadas, aburrido, ante los programas matinales de la tele.
No obstante un día, en el que enredaron más de lo habitual y a las cuatro y media aún entraban en pleno metesaca, en la cama matrimonial, se oyó abrir la cerradura de la puerta, lo que hizo frenarse a ambos en seco. Se miraron y, rápidamente, Pepi se puso una bata y corrió hacia la puerta. Afortunadamente, ella siempre tuvo la precaución de poner el seguro, precisamente para evitar visitas inoportunas. Cuando llegó a la entrada, con los pelos sospechosamente revueltos, los labios entumecidos de chupar la polla de Pablo y la cara enrojecida y congestionada, pudo ver la cara de Andrés husmeando el interior de la casa a través de la puerta entreabierta. El recibimiento que le dio a su anciano esposo no pudo ser más arisco:
-¡Andrés! ¿¿Qué coño haces aquí??
-Nada... que hoy es un día muy tranquilo y he pensado en subir a verte un rato...
-Pero, Andrés, no ves que no puedes irte de la portería. No ves que si se entera Pablo, se va a cabrear y es capaz de ponernos de patitas en la calle.
-¡Anda ya, Pepi...! Si a Pablo lo controlo perfectamente... Como quien dice, come en mi mano.
Bueno, tanto como eso... “Como mucho le come el coño y el culo a tu mujer”, pensaría cualquiera conocedor del asunto. Andrés, todavía insistió un poco más...
-Venga, Pepi, ábreme... Total, queda media hora para terminar el turno, y seguro que no se entera ni Dios de que no hay nadie en la portería. A estas horas está todo muy tranquilo.
-¡Andrés, joder! ¡Que nos vas a buscar la ruina! –esta vez el tono de Pepi fue perentorio. Estaba notablemente enfadada y había decidido atajar la situación definitivamente. Además, quería que se fuese cuanto antes y no se fijase demasiado en su aspecto de agitación... y menos mal que la bata tapaba el resto de su cuerpo... lleno de marcas de la refriega sexual. Sobre todo en las nalgas, repetidamente palmeadas por Pablo mientras la madura se la mamaba.
Pepi se decidió a zanjar definitivamente la situación:
-Mira, Andrés, ahora no puedes pasar. Además, acabo de fregar. Vete a la portería hasta el fin del turno o, si no quieres, al bar de Pepe... Y, cuando termines, ve a por dos botes de garbanzos al Carrefour. –con lo de mandar al cornudo a Carrefour podría ganar casi una hora de tiempo, para culminar el polvo en condiciones y aplacar el seguro cabreo de Pablo por la inoportuna interrupción.
-Pero si está en la otra punta... ¿no pueden ser del Mercadona, que está aquí al lado?
-¡Que no, joder, Andrés, que no! Que a mí la marca que me gusta es la del Carrefour... ¡Además, la otra te da gases!
- Bueno, bueno... -Y allá que fue, arrastrando la cornamenta...
Cuando Pepi volvió a la habitación, se sintió obligada a dar explicaciones y disculpar a Andrés. Pablo, que en el fondo se estaba descojonando con la situación, se hizo el indignado y obligó a Pepi a hacer algo que no le gustaba demasiado (todavía) como desagravio por la falta de su esposo, y así no tomar represalias contra él (aunque en realidad no pensaba hacerlo...) Me refiero a comerle el ojete mientras Pablo se meneaba el rabo. La tuvo así un buen rato hasta que eyaculó copiosamente sobre su jeta, dejándola completamente cubierta de leche. Ella puso cara de asco. Lo que excitaba más a Pablo, que corrió a por el móvil para inmortalizar la escena. Ella, furiosa, le preguntó por qué coño siempre le hacía fotos en las situaciones más comprometidas.
-¡Joder, Pepi, no te enfades! –respondió él.- Son para consumo personal... –mintió como un bellaco. La foto que acababa de hacer sí que era para consumo personal, porque se le veía perfectamente la cara y era reconocible, pero todo el resto que había ido tomando desde que empezaron su asuntillo solía compartirlas con sus colegas puteros. En especial con Andresito, el hijo de Pepi, que, obviamente, ignoraba quién era la jamona que se estaba follando su colega. Siempre procuraba mandarle fotos en las que no se viese la cara.
-Además. –prosiguió Pablo.- La culpa la tiene el cornudo de tu esposo, que nos ha jodido el polvo de antes. Me lo debes si no quieres que le eche una buena bronca por abandonar su puesto...
Pepi meneó la cabeza y sonrió a la cámara.
A los diez días, Pablo empezó a trabajarle el ojete, con la clara intención de perforárselo. Ella se resistió como gato panza arriba, aunque, al final, tuvo que ceder y, la cosa, aunque lo negase, acabó gustándole. Se acostumbró a masturbarse mientras su macho le petaba el culo y disfrutó como una loca del sexo anal, aunque nunca quiso reconocerlo abiertamente ante Pablo. Prefería salvaguardar su “honor” fingiendo la excusa de la coacción. El caso es que, desde el primer día en el que Pablo regó los intestinos de Pepi con una generosa ración de esperma calentito, nunca faltó en el neceser de casa un buen bote de lubricante... del bueno. En estas cosas Pablo no era roñoso en absoluto.
Transcurrido un mes, la situación era la siguiente: Andrés viendo la tele en la portería, Pepi siendo follada casi diariamente en su piso y, todo sea dicho, disfrutando a escondidas del sexo, aunque ante Pablo no lo mostrase muy abiertamente, y éste, feliz y contento, dedicado a emputecer a su antigua niñera, casi madrastra. Aprovechando la situación, Pablo siguió con su costumbre de hacerle fotos a las que pixelaba la cara y luego le enseñaba a sus colegas, sobre todo a Andresito, al que le contaba maravillas de la puta cerda madura que se estaba follando. Obviamente, Andresito nunca reconoció a su madre en las fotos.
Normalmente, Pablo acudía todas las mañanas a follarse a la que ya consideraba, a todos los efectos, su guarra particular. Y, como buscaba un cierto entusiasmo y una cierta complicidad, se preocupó de que estuviese contenta. Y de que el mismo estuviese cómodo.
Periódicamente, le iba dando algún dinerillo. Para gastos, le decía a Pepi, y para que ésta se pudiese permitir algún caprichito. "Toma, le decía, para que te compres algo bonito..." Y le largaba un billete de 50 euracos, mientras ella digería el esperma calentito que acababa de engullir.
En cuanto al viejo cornudo, procuraba tenerlo contento y, sobre todo, entretenido, para que no incordiase mucho y así tener campo libre con su mujer. Le puso una buena tele en la portería y se encargó de que efectuase toda una serie de rutinas y limpiezas absurdas en la escalera que lo tuviesen ocupado mientras él le taladraba el culo a su mujer.
Poco a poco, Pablo se fue convirtiendo en el verdadero amo de la casa y se comportaba como si fuera suya. Haciéndose el altruista, empezó a modificar la decoración del pequeño piso a su gusto, siempre con el objetivo de poder follarse a su putita con la mayor comodidad.
Sustituyó, como ya sabemos, los viejos sillones del comedor por un amplio y comodísimo sofá de piel, ideal para que Pepi le comiese el rabo mientras él le acariciaba sus gordas nalgas. Y todo eso, contemplando la inmensa pantalla de televisión, exageradamente grande para el pequeño comedor, que había regalado a la pareja para sustituir su antiguo televisor de tubo.
Y a todo esto, Andrés, que estaba encantado con el asunto, se sentía útil, y querido, por el nuevo propietario. Se consideraba, además, algo así como la mano derecha del dueño, y acabó convertido en un auténtico pelota-lameculos, que se chivaba de todos los chismes de la escalera para contentar a su amo. Y Pepi, que observaba asombrada la actitud rastrera de su marido, cada vez estaba más distante de él, cada vez pasaba más de él y cada vez le importaba menos. No podía decirle que ese hombre al que adulaba sin cortapisas, se dedicaba a follarla sin compasión en cuanto salía cada mañana para el trabajo. Su emputecimiento iba viento en popa y estaba sucumbiendo a la lujuria a marchas forzadas.
El pobre cornudo ignorante ni tan siquiera se daba cuenta de que no era más que un cero a la izquierda. Y que el sentimiento más benévolo que suscitaba en Pablo era el desprecio, que no se convertía en humillación por respeto a la Pepi (y sus tetas). Aunque el baboseo del viejo y su servilismo estaba empezando a cansarle.
Al cabo de un mes, Pablo tuvo que cambiar su visita diaria a la guarrilla Pepi de las mañanas a las tardes. Por pequeñas complicaciones con el embarazo de su mujer que le obligaron a acompañarla al ginecólogo.
Por las tardes, al estar Andrés en casa, se tuvo que inventar un cuento chino y, aprovechando el mustio negocio de arreglos de costura de Pepi, decidió buscar un par de ridículas modificaciones en trajes antiguos que tenía por casa.
Y, de ese modo, aparecía sin previo aviso a las seis o las siete de la tarde, y ante la asustada mirada de Pepi y la absurda hospitalidad del inocente Andrés, se encerraba en el pequeño tallercito de Pepi, junto al comedor, mientras Andrés vegetaba frente al televisor.
Allí, en una habitación con sólo dos sillas, un viejo y ruinoso sofá (“tengo que cambiarlo”, pensó en cuanto lo vió) y una vieja máquina de coser eléctrica, se follaba a Pepi, como buenamente podía. No es que fuese muy cómodo para ambos, pero, a fin de cuentas, se trataba de una urgencia y, cuando el rabo está duro y necesita descargar, bien vale la pena soportar una cierta incomodidad. La buena de Pepi, estaba algo abochornada por tener al cornudo de su anciano esposo, pared por pared. La tele se oía perfectamente, por lo que es de suponer que desde allí también se podían oír los gemidos de la pareja. Por eso, ella se cortaba mucho y le costaba horrores correrse. Por lo tanto, la mayoría de las veces, optaba por hacerle una buena mamada a Pablo, que se sentaba en el cochambroso sofá o en la pequeña silla de la máquina de coser, hasta que llenaba la garganta de la guarra de espesos cuajarones de leche. Pepi, ya bastante emputecida, no podía evitar toquetearse el coño mientras se comía el rabo, pero difícilmente se corría.
Uno de aquellos días, Pablo llamó a media tarde y le comentó a Andrés, que contestó el teléfono, que de aquí a un par de horas pasaría para que Pepi le ajustase una americana que necesitaba urgentemente para un compromiso. Andrés se lo comentó ufano a Pepi, pensando que su benefactor iba a apoquinar algo de pasta a la maltrecha economía familiar, gracias a las habilidades de modistilla de su apañada esposa. Ésta, por una parte se alegró, porque aquella mañana no había recibido a su amante y prefería un mal polvo vespertino que quedarse en ayunas, aunque por otra parte, habría preferido que hubiese venido por la mañana, que era cuando realmente podía disfrutar.
Así que Pepi, ni corta, ni perezosa, corrió al baño y se encerró para acicalarse y estar perfecta para adorar el rabo de Pablito. Se duchó, se perfumó y se repasó los pelillos del coño. Una hora después, estaba perfectamente vestida de puta, y cubierta con la bata, sentada en el sofá junto a su marido, viendo mierdas por la tele, e inquieta y nerviosa a la espera de la visita de Pablo.
Y allí estuvo el matrimonio apalancado en el sofá viendo la tele, desde las siete de la tarde. Andrés, esperando los 50 euracos que le iban a caer a su mujer por el arreglo y Pepi, esperando un buen pollazo que la dejase contenta antes de ir a la cama.
Pero a las doce, en vista de que la visita no aparecía, ambos, frustrados cada uno por sus propias razones, decidieron plegar velar e ir a dormir, convencidos de que Pablo ya no aparecería.
Pepi se cambió la lencería de guarra que se había puesto bajo la bata, unas bragas tanga y un sujetador de encaje que le había regalado días antes Pablo, y se dejó las tetazas que le llegaban casi al ombligo sueltas. Se puso una bragas anticuadas y un viejo camisón y Andrés y ella se metieron en el la estrecha cama de matrimonio a intentar coger el sueño.
A Andrés, acostumbrado a acostarse pronto y madrugar, no le costó nada quedarse frito, pero ella siguió dando vueltas nerviosa en la cama hasta las dos de la mañana. El coño le ardía y estaba a punto de hacerse un dedillo para tranquilizarse cuando sonó primero el timbre de la puerta con insistencia y después se oyó como la aporreaban al grito de “¡Pepi, abre la puerta coño!”
Andrés pegó un respingo e hizo amago de levantarse, pero Pepi le retuvo enseguida en la cama y le dijo:
-¡Quédate durmiendo tranquilo! Que debe ser Pablo que se habrá retrasado por algo...
-¡Joder, Pepi, vaya horas! Dile que se vaya, que venga mañana...
Pero, Pepi, ya con el coño babeando, se había levantado y se dirigía rauda hacia la puerta haciendo caso omiso a su marido. Mientras, se oían los golpes y los gritos de Pablo. Sólo se giró un momento antes de salir para decir:
-Tranquilo, Andrés, no te preocupes, sólo será un momento. Le arreglo la chaqueta, para que la pueda usar mañana y ya está...
Y salió dejando la puerta mal encajada. No cerraba bien y dejaba una pequeña rendija desde la que había un perfecta panorámica del sofá por detrás con el televisor de fondo.
Pepi llegó a la puerta ansiosa y la abrió para encontrarse con la deplorable imagen de un Pablo bastante borracho, que, así y todo, la estrujó entre sus brazos, le pegó un buen sobeteo y un morreo al que ella correspondió de buena gana.
-¡Joder, Pablito, vayas horas! Y vaya trompa que llevas...
Él se separó un momento de ella y la observó con aquel viejo camión que se transparentaba y sus tetazas colganderas. Le dijo:
-¡Tía, menuda facha, ja, ja, ja... sólo te faltan los rulos...! Aunque me la pones dura igual... –al mismo tiempo le dio una palmada en el culo que la hizo dar un ay flojito y esbozar una sonrisa. Al tiempo que la apartaba para entrar en casa, añadiendo: “Anda, déjame pasar, que me estoy meando...”
Se sacó la chorra semierecta y avanzó por la casa en dirección al retrete. Entró y, sin preocuparse de levantar bien la tapa, empezó a mear dejándolo todo perdido. Una lástima, con lo limpia que era Pepi. Pero bueno, seguro que para el día siguiente todo volvería a estar como los chorros del oro. Después de mear se limpió la polla con la toalla de mano y volvió, sin guardársela en la bragueta camino del comedor donde Pepi le esperaba de pie, con la bata todavía abrochada.
Ella le cogió de la muñeca para llevarlo al cuarto de la costura, pero él la detuvo.
-¡Quieta, quieta, que hoy quiero follarte aquí mismo! –le dijo señalando el sofá. –Vamos a aprovechar que el viejo está sobando...
Pepi le miró alarmada e intentó disuadirlo:
-Pero, Pablo, que está aquí al lado, que se va a dar cuenta...
-Y una mierda... que duerme como un puto tronco, si no lo habré visto yo veces en la portería...
-Por lo menos pon la tele para que no nos oiga.
-¡Joder, que cansina eres con el cornudo de los huevos...!
-Pabloooo... No hables así de mi marido.
-Anda, calla ya... –Pablo había dejado el móvil en la mesita y se había quitado el pantalón y la camisa que había tirado de cualquier manera en una silla. Se sacó los calzoncillos que lanzó también a una esquina y se sentó con los calcetines y los zapatos todavía puestos en el centro del sofá.
-Pepi, sube aquí... –añadió señalando la polla tiesa.
Ella se quitó la bata y, tras doblarla la colocó en una silla. Pablo se recreó en su cuerpo, sus godas y caídas tetas, su incipiente barriguita y las caderas de jaca jamona que enmarcaban su recién afeitado coño. Un coño que empezaba a destilar babilla. Él se dio cuenta y, sonriente forzó un respingo con la polla, que le hizo exclamar a Pepi un: “¡Bufff, Pablo, cómo vas hoy, joder!”
El insistió: “¡Venga ya, guarra, que llevo tres horas hablando de ti con un colega! Y me duele la polla de lo tiesa que se me pone cuando pienso en lo buena que estás...”
Ella se detuvo un instante mirándolo asombrada, y asustada también de lo que le podía haber dicho a cualquiera. Pablo, con dos copas de más era un bocazas.
-No te preocupes... –continuó él.- Que mi colega no va a decir ni pío... además, no le he dicho quién eres... Sólo que me estoy follando a una vecina del barrio que con cincuenta y pico tacos es capaz de levantarle el rabo a un muerto...
Pepi, en el fondo vanidosa, no pudo por menos que excitarse y, a pesar de lo cabrón que era, lo deseó aún más y, después de encender el televisor, se dirigió a apagar la luz.
-¿Qué coño haces? Enciende la luz inmediatamente. ¡Quiero verte bien, zorra!
Ella le obedeció contrariada, pensando en la rendija de la puerta, pero estaba demasiado excitada y se montó en el rabo comenzando a cabalgar.
El sofá estaba justo delante de la habitación del matrimonio. La rendija de unos centímetros que dejaba la puerta permitía, si uno se fijaba desde dentro, tener una panorámica de lo que ocurría en el comedor, justo enfrente de la puerta, o sea, en el mismo sofá por detrás. Y eso es lo que podía ver Andrés desde la cama que, asustado por el ruido, se había desvelado y no podía volver a dormir. Así que, temeroso, se acercó a la puerta y observó, la cabeza y los hombros desnudos de Pablo que, sentado en el sofá meneaba el cuerpo de su mujer como si fuese una muñeca de trapo, ayudándole a subir y bajar sobre su polla en la que la zorra de Pepi estaba montada a horcajadas. La escena no daba lugar a equívocos, como tampoco la cara jadeante de su mujer, con los ojos cerrados y soltando una babilla que se iba por la barbilla y se mezclaba con la saliva que iban dejando los lametones que Pablo le pegaba por todo el cuello.
De repente, sobreponiéndose al ruido del canal porno que Pablo había puesto en la pantalla del televisor, se empezó a oír el rítmico palmeteo de Pablo sobre las nalgas de Pepi, al que ella respondía con gemidos ahogados.
También Andrés se sintió ahogado, pero estaba como hipnotizado ante la degradante escena. Degradante para él, porque Pepi no parecía estar sufriendo precisamente. Desde luego, si estaba siendo coaccionada lo simulaba muy bien, aunque Andrés, que veía como su mundo se derrumbaba, prefería hacerse a la idea de que era eso lo que estaba sucediendo.
Pepi, en algún momento miró hacia la rendija de la puerta. Pero, si le pareció ver algo, enseguida desecho la idea. Prefería creer que su marido era capaz de dormir a pesar de la escandalera que estaban liando. Y, cachonda como estaba, optó por seguir chapoteando sobre el tieso rabo de su amante, sin poder reprimir los gemidos de placer. Se sentía culpable, sí, pero no podía evitarlo. Era superior a ella.
A los cinco minutos de estar cabalgando, Pepi se corrió estrepitosamente y Pablo, que también estaba a punto, le inundó el coño al mismo tiempo. Andrés miró asombrado la escena desde la rendija de la puerta, en la penumbra de la habitación del matrimonio, y con los ojos llorosos.
Cuando Pepi se levantó, después de correrse y con el esperma resbalando por sus muslos, volvió nuevamente su mirada hacia la puerta. Pero descartó que Andrés pudiese estar espiando, no lo creyó capaz. Estaba desmadejada y se acurrucó en el sofá apoyando su cara en el pecho de un todavía jadeante Pablo, acariciando con la manita su peluda barriga cervecera.
Estuvieron un rato recuperándose. Pablo la mandó a por un par de copas.
-¿Qué quieres que te ponga? –preguntó ella obediente.
-Ponme un gin tonic. Pero de la ginebra buena. La botella que te traje el otro día. El Larios déjalo para tu entrañable esposo.
Ella se giró un momento desde el mueble-bar y lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Se limitó a menear la cabeza y seguir preparando el combinado. En el fondo, pensó, era un buen chico, un poco charlatán, pero les estaba ayudando bastante. Aunque se cobrase en carne sus favores. Pero le estaba pagando los “arreglos de ropa” a buen precio y no les cobraba el alquiler, a cambio del trabajo de Andrés, que, todo hay que decirlo, tampoco era muy duro, y le servía al viejo para sentirse útil.
Pablo, contempló absorto el culo de la jamona mientras preparaba las copas. Un pandero grande y torneado, algo caído, pero hermoso. Ideal para palmearlo mientras le petaban el ojete.
En ese momento escuchó el zumbido del móvil y lo cogió para consultar el whatsapp. Tenía quince mensajes de Andresito, al que había dejado hacía un rato en una barra americana, justo antes de llevarse a una puta al catre. Se había ofrecido a invitarle, pero Pablo denegó la oferta, con una críptica frase: “Gracias, pero no, Andrés. Me está esperando la mejor puta que me he follado en mi vida... te sorprendería saber quién es...” y, como estaba algo bolinga, concluyó la conversación con una frase de la que no tardó en arrepentirse: “De hecho, igual algún día te la presto un rato, ja, ja, ja...”
En los whatsapps, Andrés, le mandaba fotos y un par de vídeos cortos del polvo que estaba echando con su guarra. Lo estuvo ojeando todo mientras saboreaba el gintonic y Pepi le acariciaba la barriga y tomaba su copa, alternando los tragos con besitos en sus pezones. Ella miraba la película porno de la tele, pero el porno la aburría y le preguntó intrigada:
-¿Qué estás mirando Pablo?
-Nada... fotos y vídeos del colega este con el que he pasado la tarde. Se ha quedado en el puti club al que hemos ido y se está follando a una guarrilla.
-¡Joder, cómo sois los jóvenes! –Pepi se fingió escandalizada, mientras su mano ya estaba sobando la polla de Pablo. La jamona tenía hoy ganas de guerra.
-¡Pues ya ves tú! Ya le he contestado que la puta que me follo yo habitualmente es bastante mejor que las suyas... y, además, es casi como de la familia.
Ella volvió a levantar la cabeza y estuvo a punto de responder a sus groserías pero, finalmente, lo dejo por imposible y fue bajando la cabeza hasta engullir el capullo de una polla, todavía blanda, que tenía intención de poner en forma, porque hoy no pensaba dejar escapar al casero sin que se la follase por lo menos una vez más.
Pablo la dejó hacer mientras conversaba por el whatssapp con Andresito. Su madre, ajena a quién era el interlocutor de su amante, había conseguido enderezar el rabo y ya lo tenía a plena carga encajado en la mandíbula. Aunque ya estaba bien acostumbrada al grosor del rabo, todavía seguía forzando bastante la boca para poder tragárselo bien y luego ese esfuerzo le pasaba factura. Pero hoy estaba especialmente motivada y quería dejarlo bien contento, por dos motivos: por su propio placer y para ver si la propina era más generosa que otros días.
Pepi ya había pillado ritmo y, arrodillada en un cojín junto al sofá entre sus piernas, movía la cabeza arriba y abajo tragándose la tranca de Pablo, soltando babas a tutiplén y masturbándose con una mano, mientras con la otra acariciaba los huevos del macho. En ese momento sonó el móvil de Pablo. Éste sonrió y contestó enseguida, pues lo tenía en las manos.
-¡Qué pasa, colega! –dijo sonriente, mientras empezaba a marcar el ritmo de la mamada sujetando de los pelos a Pepi y poniéndose algo más agresivo. Está claro que la situación le excitaba.
-Hombre, Andresito, ¿Qué pasa tronco?
Pepi levantó la vista y abrió mucho los ojos, acababa de reconocer el nombre de su hijo. Pablo la miró sonriente y, ante el amago de ella de sacarse el rabo de la boca, empujó con la pelvis hacia arriba y la sujetó con fuerza de los pelos mientras continuaba su distendida conversación con el hijo de la guarra.
-Nada, tío, -dijo Andrés- que he visto que estabas en línea y he pensado en llamarte...
-Pues me pillas un poco ocupado... Tengo aquí a la puta esa del vecindario que te conté antes chupándome la polla.
Pepi, con el rabo entrando y saliendo del gaznate y soltando regueros de babas, empezó a lagrimear ante la cínica mirada de Pablo, que, sin duda, estaba disfrutando a placer de la humillación.
-¡Joder, qué suerte tienes, cabrón, y encima gratis...!
-Bueeeeno, gratis, lo que se dice gratis... Casi, casi la estoy manteniendo a ella y al cornudo del marido... Pero, teniendo en cuenta como la chupa, es el dinero mejor invertido de mi vida.
-Vaya potra, tío... Y yo que me he tenido que cepillar a la mulata tetona esa del puticlub en una miserable media hora...
-Nada, Andresito, nada... El día que podamos hacemos un trío con la guarrilla está, o te la presto...
Ahora sí que, oyendo la conversación, Pepi se había puesto a llorar a moco tendido. Pero siempre con la polla en la boca.
-¡Jua, jua, jua...! -respondió Andresito- Pues cuando quieras lo cuadramos.
-Vale, Andresito, te digo cosas...
La mirada de Pepi, que continuaba a buen ritmo subiendo y bajando el tarro, con la polla en la boca, se había vuelto casi suplicante, y las lágrimas, mitad por el esfuerzo de la mamada y mitad por la conversación que estaba oyendo entre su amante y su hijo, corrían a rienda suelta por sus mejillas. Pero, tal y como pudo apreciar Pablo, siempre atento a los detalles morbosos, Pepi, en ningún momento dejó de acariciarse el clítoris con su manita, que resbalaba de lo húmedo que tenía el coño.
Y toda la escena era observada desde la rendija de la puerta de la habitación matrimonial, por un triste y deprimido Andrés. Éste, de pie tras la puerta y con lágrimas de impotencia, veía la cabeza de Pablo tras el respaldo del sofá, reclinada hacia atrás y oía atisbos de la conversación, tapados por el estruendo de la televisión. Por suerte para él, ignoraba que el interlocutor de Pablo era su propio hijo. A su mujer no podía verla directamente, aunque sí el reflejo lateral de su cuerpo desnudo en el cristal del aparador del comedor. Y allí podía apreciar, aunque borrosa, la imagen de Pepi, arrodillada, y con la cabeza entre las piernas de Pablo, moviéndose a buen ritmo con una mano apoyada en la ingle del hombre, acariciándole los huevos de vez en cuando, y la otra pérdida entre sus piernas.
Pablo siguió conversando relajadamente hasta que, con el rabo a punto, se despidió de su colega:
-Andresito, tío, te dejo, que estoy casi a punto y hoy todavía no le he petado el culo a la zorra ésta...
La mirada de odio de Pepi se intensificó, pero su esfuerzo en la mamada no decayó. De hecho, trató de conseguir que se corriese para evitar la enculada. No porque a ella no le gustase (de hecho, le encantaba), sino por vengarse de Pablo y evitarle ese pequeño placer.
Pero Pablo ya se conocía todos sus trucos y, tras prometerle a Andresito que le mandaría un par de fotos y un vídeo de la zorra, se despidió de él, habiendo conseguido enrabiar a tope a su madre, que ya estaba desatada y tragándose la polla hasta las trancas, soltó el teléfono con rabia hacia la esquina del sofá y le pegó un fuerte tirón de pelos para que se sacase la polla de la boca.
Ella lanzó un gruñido que, si no hubiese estado su marido ya despierto, le habría hecho dar un respingo en el catre. Un reguero de babas se esparcieron por el sofá y densos hilillos de saliva se unían de la jadeante boca de Pepi a la tiesa polla de Pablo.
Éste se rio de buena gana
Pepi, con la mirada inflamada de odio le espetó:
-¡Joder, Pablo, qué hijo de puta eres!
Pablo, sin dejar de sonreír le pegó una bofetada, no muy fuerte, pero que la dejó callada y boquiabierta. Después, mientras ella se frotaba la mezcla de babas, sudor y lágrimas de su enrojecida mejilla, le dijo con una voz fría e impersonal:
-Pepi, Pepi... No seas malhablada... Además, ya sabes que aquí, el único hijo de puta es Andresito. -En ese momento, Pablo le pasó la palma de la mano por su encharcado coño, añadiendo: - A las pruebas me remito.
Ella suspiró muy a su pesar y se giró, arrodillándose en el sofá al tiempo que se abría con las manos los cachetes del culo. Dijo:
-¡Venga, cabron, termina de una puta vez...!
Pablo, satisfecho, apartó las manos de Pepi. Ésta continuó con su masturbación interrumpida mientras Pablo, sujetando sus nalgas empezó a comerle el ojete y a follárselo con la lengua para preparar la enculada.
Desde la habitación, Andrés, petrificado y sin aliento ante el espectáculo, perdió la visión directa de la pareja, tapados por el sofá. Pero la vista que se reflejaba en el cristal del aparador, complementada por los berridos y jadeos de los amantes que ya superaban el sonido del televisor, no dejaban resquicio a la imaginación.
Andrés también se asustó y pegó un respingo cuando su mujer lanzó un alarido al ser penetrada de un solo golpe por la ancha polla de Pablo. Pero lo que no se esperaba es lo que oyó después de los labios de su mujer en cuanto recuperó el aliento:
-¡Jooooo, Pablo! Un poco de delicadeza, cabrón... Un día me vas a destrozar.
-¿Quiere que pare?
-Mira, cabronazo, como pares te la corto... Quiero que me inundes el culo mientras me corro...
-¡Jua, jua, jua... Eso está hecho, Pepi...!
Y Pablo empezó a coordinar sus emboladas con los movimientos de la mano de Pepi, cada vez más rápidos.
El cuadro del que estaba "disfrutando" el bueno de Andrés ya resultaba excesivo para su maltrecha dignidad y decidió volver a la cama, arroparse, y tratar de llorar, viviendo su dolor en soledad. Desde luego, si la relación de Pablo con su mujer comenzó como una extorsión, la situación había cambiado. Lo que sus ojos habían contemplado eran, por decirlo suavemente, un humillante acto de adulterio. Ahora le quedaba lo peor, cómo gestionarlo. No sabía si debía afrontarlo directamente con su mujer, poniendo las cartas sobre la mesa, o hacerse el ignorante y asumir su cornudez, y las ventajas que esa situación le estaba reportando (alquiler gratuito, tele por cable, privilegios en la finca, la "amistad" del casero...), en plan "ojos que no ven, corazón que no siente...", tragándose la rabia y el dolor.
Lo malo es que el pobre Andrés, no sabía que lo peor estaba por llegar. Y en eso, su primogénito, iba a tener un papel protagonista. Pero no adelantemos acontecimientos.
Ya sin el privilegiado espectador oculto tras la puerta, el polvo prosiguió a un ritmo cada vez más acelerado y salvaje.
Arrodillada en la alfombra, Pepi inclinó su cabeza hacia abajo y levantó bien el culo. Sus tetazas se desparramaban apretadas contra el suelo y tenía los brazos hacia dentro, con sus manitas masajeando el coño a un ritmo cada vez más rápido. Pablo se había acuclillado sobre su culazo, metiendo y sacando la polla tratando de ajustar su ritmo a los jadeos de Pepi. Con las manos Pablo sujetaba la cintura de la jamona y, de vez en cuando, le soltaba una nalgada que hacía balancearse el culo como un flan. El ruido, en el comedor, entre los jadeos y gritos de ambos, las nalgadas y algún que otro grito estentóreo de Pablo ("¡Toma, rabo, zorra!" y otras simpáticas frases similares), se acabó imponiendo al sonido del televisor.
Difícilmente, nadie que estuviese cerca podía ser ajeno a la fiesta sexual que estaba ocurriendo. Y Andrés, como no podía ser de otro modo, lloraba en silencio, acurrucado en la cama, sin comprender una actitud de su mujer, que nunca hubiera sospechado.
En el salón, los amantes, enfrascados en ese intenso folleteo eran completamente ajenos a nada que no fuese el placer mutuo.
Finalmente, Pepi empezó a emitir un chillido agudo y a temblar como una posesa. Al instante gritó:
-¡Pabloooo, me cago en todo, córrete ya por Dios, que estoy a punto...!
Pablo, obediente, pegó cuatro o cinco potentes emboladas, sacando del todo la polla del ojete de Pepi, para luego descargar todo el peso de su cuerpo sobre ella al penetrarla.
Cuando vio que Pepi empezaba a temblar con más intensidad y se iba quedando desmadejada tras su orgasmo, dio un último golpe de riñones, descargando espesos cuajarones de leche en los intestinos de la jamona.
Después, se dejó caer sobre el cuerpo de Pepi y ambos giraron agotados de lado sobre la alfombra. Pablo todavía con la polla dentro del culo de Pepi.
-¡Joder, vaya polvazo! -dijo Pepi
-Ya te digo...
-No la saques todavía, Pablo... Me gusta tenerla dentro mientras se va ablandando...
-¡Que romántica...!-respondió Pablo, riendo... -Tranquila, mujer, tardará un ratito en aflojarse.
Al tiempo que hablaba, le mordisqueaba el cuello y le iba acariciando la teta, así en cucharita, como estaban
Ella se dejaba hacer y apretaba el ano tratando de estrujar la polla mientras se iba ablandando.
Un par de minutos después, Pablo sacó la tranca y giró el cuerpo de Pepi para abrazarla y pegarle un buen morreo al que ella correspondió gustosa.
Después, se quedaron unos minutos allí abrazados en silencio sobre la alfombra, haciéndose arrumacos hasta que Pepi dijo:
-Oye, Pablo, lo que le dijiste antes a Andresito no iría en serio ¿No?
-¿El qué?
-Pues eso...lo de compartir...
-¿Lo de compartir, qué?
-Lo que le has dicho... Lo de dejarle... Lo de compartir a tú...
Pablo parecía divertirse con las vacilaciones de Pepi, y decidió sacarla de dudas:
-¿Lo de compartir a mi guarra? ¿A la puta que me estoy follando?
Pepi agachó la cabeza, como avergonzada, y musitó muy bajito:
-Sí, sí, eso... No lo harías ¿verdad?, era una broma, ¿no?
Pablo se puso serio, aunque interiormente se estaba descojonado. En realidad, no se había planteado en serio la posibilidad de compartir a su amante, aunque ahora, cada vez que lo pensaba y veía la cara de susto de Pepi, le apetecía reforzar su dominio sobre ella y humillarla un poquito. Así que le respondió con dureza (sin dejar de retorcerle el pezón con suavidad):
-Pues mira, Pepi, la verdad es que soy una persona generosa, como bien sabes, y nada me gustaría más que compartir a una jaca como tú con mi mejor amigo.
Pepi había transformado su cara y sus ojos chispeaban otra vez a punto de llorar.
-Pero, Pablo, ¿estás loco? ¡Andrés es mi hijo!
-Sí, no hace falta que me lo recuerdes. Pero además de tu hijo, es también un hombre. Y le encanta follarse a todo lo que se menea, aunque esté tan felizmente casado como su madre, ¡ja, ja, ja!
Pepi ya había empezado a llorar a moco tendido.
-¡No lo haré, no pienso hacerlo...! -empezó a decir monótonamente.
-Mira, Pepi, tú harás lo que yo te diga, si no quieres coger todos tus trastos y al esperpento ese impotente que tienes por marido, y plantarte en medio de la calle mañana mismo...
Pepi se calló en seco, antes de añadir, como último cartucho:
-Pablo, ¿cómo puedes ser así? Además, si Andrés es tu mejor amigo, ¿te parece bien obligarle a follarse a su madre?
-Mira, Pepi, de obligarle nada, te aseguro que lo hará encantado en cuanto te tenga delante en pelotas... Pero, para tu tranquilidad, ya buscaré la forma de que te folle sin que te reconozca.
-¿Cómo?
-¿Andresito te ha visto alguna vez desnuda? Últimamente, quiero decir.
-Ni últimamente, ni nunca...
-Pues entonces, igual basta con que te pongas una máscara mientras te folla... Para que no te vea la cara.
-Pero, ¿porque lo tengo que hacer? ¿No puedes buscarle alguna otra para follar?
-¡Joder, Pepi, porque no hay nadie como tú...! Y para mí colega quiero lo mejor.
Pablo omitía que la razón principal era el morbo que le daba obligar a Pepi a follar con su hijo, la cima del dominio que podía ejercer sobre ella.
Finalmente, Pablo se levantó diciendo:
-¡Joder, Pepi, es tardísimo! ¿Tienes alguna toalla limpia en el baño?
-Claro, Pablo, esa grande verde que hay la he puesto esta tarde. Está sin usar.
-Perfecto, voy a ver si me ducho...
-¿Y eso? –preguntó extrañada Pepi, porque Pablo, acostumbraba, solamente, a limpiarse un poco la polla con una toallita húmeda y salir de casa feliz y contento. Lo de la ducha era una novedad para ella.
-Claro, Pepi. Ten en cuenta que ahora voy directo a casa. No pretenderás que me meta en la cama con mi mujer oliendo a puta...
Pepi, atónita, se puso pálida y los ojos enseguida se le pusieron brillantes, a punto de llorar. Está claro que hoy tenía el día sensible. Pablo se apiadó levemente de ella y trató de arreglar el asunto abrazándola, al tiempo que le decía:
-¡Joder, Pepi, no te pongas así! Si no lo decía para ofenderte... Era una cuestión más que nada descriptiva... –“tú sigue, que lo estás arreglando...” pensó mientras hablaba. - Vengo a verte todos los días, follamos y te pago, vamos que estás haciendo negocio conmigo, ¿no? Pues eso, como una puta...
Y tras lanzar esa última pulla, dejó a la jamona lagrimeando en el salón. Y, al tiempo que se dirigía al baño, se permitió añadir:
- Pero eso sí, la mejor puta que he conocido...- Y le dio una cariñosa palmadita en la mejilla, como el que acaricia una mascota y un besito en los labios, que pareció bastarle a la buena de Pepi.
Cuando salió de la ducha, Pablo se encontró el comedor perfectamente ordenado y limpio, todo recogido y su ropa doblada sobre una silla, lista para que se vistiese. Pepi ya estaba con las bragas de cuello vuelto puestas y la bata con la que le había recibido. Por la bata, entreabierta, se podían ver sus tetazas colgantes y se apreciaban algunos arañazos y rozaduras de la refriega sexual que habían vivido el último par de horas. Al verla, Pablo no pudo por menos que admirarse de ella y, acercándola le pegó un intenso morreo, metiendo su lengua hasta la campanilla. Ella, entusiasmada, respondió al deseo de su macho, sobándole el culo y notando el endurecimiento de la polla apretada en su barriga. Pero, Pablo, vista la hora, dejó el tema y se despidió de Pepi con un cariñoso: “Hasta pronto, guarrilla”. Pepi, sonrió y respondió:
-¡Menudo cabroncete están hecho, Pablo! ¿Quién me lo iba a decir a mí...?
Y, justo antes de cerrar la puerta, Pablo, tras dar otro beso a Pepi, le dio un par de billetes de cien euros. Pepi, sorprendida por la cantidad, miró a Pablo por si fuese un error. Nunca había recibido tanto por un “trabajo de costura”. Pablo se lo aclaró:
-Lo he pasado genial, Pepi. ¡Úsalo para hacer el bien, ja, ja ja! O, mejor, me ha dicho Andrés que tenéis la comunión de tu nieta, cómprate un vestido guapo para la fiesta y me mandas un par de fotos con él...
-Ya veremos... –dijo una Pepi nuevamente risueña, al tiempo que cerraba la puerta. Feliz y contenta. Y con sus orificios llenos.
Pepi, pensó en ducharse, pero le dio un poco de pereza por la hora. Estaba rota de cansancio y creyó que Andrés ya estaría durmiendo y se ahorraría las explicaciones hasta el día siguiente, así que fue directa a la cama. Pero al entrar en la habitación a oscuras, encontró a Andrés, insomne y medio asustado. Está claro que la escandalera le había mantenido despierto.
-¿Todavía no te has dormido? - preguntó Pepi suponiendo que él podía haberse dado cuenta de algo.
Pero ambos disimularon y él se limitó a preguntar, con voz trémula:
-¿Has arreglado ya su chaqueta? ¿Has tardado mucho?
-Sí. –mintió ella- Es que estaba muy mal... anda, duérmete, que mañana trabajas...
Al mismo tiempo, mientras hablaba, llevó su mano al ojete y se sacó un cuajarón de esperma del culo. Y, mientras se chupaba los dedos con deleite, añadió:
-Buenas noches, Andrés.
-Buenas noches, Pepi. –musitó el cornudo con los ojos húmedos.
FIN DE LA PRIMERA PARTE relato
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