La historia de Pepi. 2 (y último)

El final de la historia
Finalmente llegó el día y Pablo quedó con Andrés para montarse un trío con la que él llamaba su “guarrilla”. Quedaron un día entre semana por la mañana en un buen hotel de la zona. Andrés le preguntó a Pablo por qué no quedaban directamente en el piso de la guarra si su cornudo trabajaba por las mañanas, y así se ahorraban la pasta del hotel. Pablo solventó el asunto con un tajante: “Ahora no te lo puedo contar, pero tranquilo que al picadero invito yo...” Y, como suele decirse aquello de “a caballo regalado no le mires el dentado...”, Andrés se conformó con la respuesta de su amigo y acudió puntual a la cita. También aceptó las condiciones de Pablo de follársela sin mirarle la cara, ni entablar conversación con ella. Claro que podía insultarla, escupirle o hacerle las perrerías que quisiese (sin pasarse, por supuesto), pero en ningún caso  podía obligarla a responderle a sus preguntas o esperar averiguar de quién se tratada. Andrés, que conocía los antecedentes de la zorra y ya había visto varios vídeos  y fotos (siempre  con la cara pixelada) de la mujer en acción, aceptó todo sin rechistar. Su polla actuaba por él.

                Pablo había obligado a Pepi a esperarles en la habitación. Obviamente en pelota picada, pero con una especie de pasamontañas, como un Buff, que le cubría toda la cara, dejando una escasa rendija para los ojos y espacio para la boca (más que nada para cuando la “guarrilla” tuviese que mamar...). Además tenía órdenes tajantes de no abrir el pico mientras se la follasen. Podía gimotear, berrear y un largo etcétera, pero no decir ni una palabra, para que su amado hijo no pudiese reconocerla.

Pablo había reservado una buena suite, con una cama gigante de dos por dos metros, con jacuzzi y demás comodidades. Al llegar a la habitación, encontraron a la jamona mirando porno en la televisión gigante. A Pepi seguía sin apasionarle el género, pero se había ido acostumbrando a entonarse con el sexo en la pantalla y, acostumbrada a tragarse maratonianas sesiones de porno con Pablo mientras follaban, era ver un par de pollas y tetas por la tele y su coño empezaba a babear como los perros de Pavlov.

Pero, nada más ver entrar a los hombres, se levantó y se colocó frente a la cama, de pie, preparada para ser examinada, tal y como la había aleccionado Pablo.

Andrés observó a la mujer y reconoció ante su amigo que le encantaba el cuerpo de la jamona. Tenían gustos parecidos. Andrés sopesó a la hembra con pericia antes de empezar el polvo, ante la divertida mirada de su amigo y los nervios de ella al verse sobada de aquella manera tan lasciva por su propio hijo. Éste le acarició los pezones con suaves pellizcos, tras humedecerse los dedos. Pasó la palma de la mano por el suave monte de Venus de Pepi, recién depilado y, tras obligarla a doblarse y apoyar sus manos en el aparador de la habitación, le escupió un par de veces en el ojete antes de meter el dedo índice hasta el fondo. Lo que provoca un “¡Ay!” inevitable de Pepi, que hizo reír a los dos hombres.

Andrés se olió el dedo y le obligó a chuparlo a la putilla, al tiempo que comentó socarrón a su amigo:

-Este culo está más que preparado para una buena tranca, ¡eh, cabroncete!

-Es una maravilla, ya lo verás... – responde Pablo.

-¿Y qué tal la chupa?

-Ahora verás... se la come con ansia viva, como diría el poeta... –mientras hablaba, Pablo se sacó la polla por la bragueta, ya semierecta y tras un breve silbido para llamar la atención de Pepi, añadió – Venga, cerdita, coge un cojín y ¡rodilla en tierra, ar!

Pepi, ajena a las risas y el cachondeo de los hombres colocó la almohada en el suelo de la habitación y, arrodillándose, agarró la polla de Pablo y, tras escupirle un par de veces, la engulló hasta el fondo y empezó a menear la cabeza como una muñeca mecánica.

Andrés, viendo la escena imitó a su amigo y se colocó junto a él con el rabo en ristre. Hasta que Pablo, le indicó con un suave cachete a Pepi que cambiase de rabo. Ella, que ya había dejado la estaca de Pablo como una piedra, cambió de orientación para engullir la tranca de su hijo por primera vez. Por un breve e imperceptible instante, dudó antes de meterla entre sus labios, pero una colleja de Pablo y la frase: “Venga cerda, que no tenemos toda la tarde. No enredes, ¡coño!”, la catapultaron a engullir el rabo de Andrés. Y, contra lo que pudiera pensarse, la experiencia no le desagradó. Apreció el sabor y, por textura y tamaño, la polla de su hijo, más larga pero menos ancha que la de Pablo, se adaptaba perfectamente a su garganta.

Pero Andrés se comportaba  con bastante más agresividad que Pablo y empujaba el rabo hacia el fondo de su garganta, golpeando sus manos cada vez que ella intentaba evitarlo. Al final Pepi desistió y se dejó hacer, tratando de masturbarse, entre arcadas y babas, soportando las embestidas de Andrés que aprovechaba para escupirle, apuntando a las rendijas del Buff por las que podía ver sus ojillos lagrimosos.

A toda la escena asistía un risueño Pablo que había preparado un par de copas e invitó a su compañero a sentarse en el sofá y degustarlas mientras veían la televisión y Pepi continaba la faena arrodillada frente a ambos.

Pepi seguía con la mamada ante la indiferencia de los machos. Alternaba los rabos, mientras ellos apuraban sus tragos. Andrés la obligó, insultándola bastante, a comerle bien el culo. Lo que provocó algunas lágrimas de Pepi ocultas por el pasamontañas, debido a la humillación que sentía viendo el perverso comportamiento de su amado hijo. Parece que nuestra heroína seguía sensible.

Mientras tanto, los dos colegas contemplaban la televisión y hablaban de banalidades y chorradas. Pepi, se esmeró en su tarea, esperando hacer que los machos se corriesen rápidamente para acabar con el trance lo antes posible. La experiencia no le estaba gustando nada. Y mucho menos el despreciable comportamiento de Andrés, del que estaba descubriendo una faceta de putero que desconocía. Y a medida que su hijo iba apurando copas y entonándose más, se desmabraba y le meneaba la cabeza sin la menor consideración, insultándola: “¡Puuuuta!”, “¡Cerda!” o “¡Guarra!” es lo más suave que salía de su boca, y siempre acompañado de un escupitajo que se esparcía por el Buff. Una prenda que empezaba a estar empapada de babas, saliva y sudor por el esfuerzo de la mujer.

Y, mientras tanto, pablo se limitaba a reírle las gracias y observar divertido la escena, recuperando la maltratada cabeza de Pepi de vez en cuando para que, de un par de mamadas, le mantuviese el rabo tieso.

Tras un buen rato en esa tesitura, los dos colegas se corrieron copiosamente sobre el pasamontañas, apuntando preferentemente a la boca o a los ojos. Y obligaron a Pepi a mantener abiertos, cosa que a duras penas pudo hacer ante la avalancha de esperma que caía sobre su jeta. Tras la abundante corrida, permitieron a la mujer ir al baño a lavarse un poco. Los ojos le escocían.

A la vuelta, hicieron una breve pausa en la que ellos comentan la jugada. Mientras obligaron a Pepi a bailar en el centro de la habitación una teórica danza sexi, con la música de fondo de los vídeos musicales que habían puesto en el televisor. Ella, que no estaba precisamente para bailes, se esforzó, en la medida de lo posible, pero la situación resultó más grotesca que otra cosa y ellos aprovecharon para burlarse de su estilo, aunque, eso sí, dedicando piropos a su cuerpo. A sus tetazas y su enorme culo. Algo es algo, pensó ella, sin dejar de menear el enorme pandero en una parodia de twerking bastante ridícula.

Diez minutos después, Andrés ya estaba preparado para continuar. Pablo ordenó a Pepi, a la que se dirige invariablemente con el apelativo de guarra, que se sentase entre ellos para menearles un poco el rabo e irles entonando. Pepi obedeció sumisa, mientras Andrés le sobaba las tetas y el rapado coño, lo que, inevitablemente, llegó a excitarla.

Después empezaron con un buen sandwich, con Pablo por el culo y Andrés por el chocho. Y justo cuando estaban a punto de  cambiar de orificio, sonó el móvil de Pablo. Su mujer se acababa de poner de parto y tuvo que salir, cagando leches, dejando a Andrés solo.

 Éste se quedó encantado porculizando a la que todavía no sabía que era su madre. Pablo, tras vestirse y observando la bucólica escena de un hijo con la tranca metida hasta los huevos en el ojete de su madre, se despidió de Andrés con una frase que estaba convencido de que tendría el efecto contrario:

-Bueno, Andrés, me las piro... Ah, y ni se te ocurra quitarle el capuchón a la guarra... No quiero que descubras quién es todavía. Ya te desvelaré la sorpresa a su tiempo.

-Tranquilooo, tío. No te preocupes. –respondió un afanado Andrés, mientras estrujaba, ansioso, las nalgas de su madre.

-¡Ok, perfecto! Hasta luego, guarrilla. –terminó Pablo, al tiempo que pegó una sonora palmada en la agitada anca de Pepi, dejando todos sus dedos marcados y escuchando un “¡Ay!” por respuesta.

Andrés continuó en plan bestia taladrando el ojete de Pepi. Ella, muy a su pesar, no pudo evitar sentir una cierta excitación y, como bastante esfuerzo, inclinó su cuerpo hacia delante y apoyó la cabeza del todo en la cama, para poder deslizar una manita hacia dentro e iniciar un conato de masturbación. Andrés, contento al verlo, le gritó:

-¡Pero que puta eres! Ya tenía razón Pablo, ya... ¡Menuda zorra!

Y redobló sus impulsos con más saña, a base de insultos, respondidos con gruñidos por ella, cada vez más tristona. Pablo, tremendamente excitado, acabó por animarse y le retiró el pasamontañas de golpe.

Evidentemente, el tiempo se congeló y  (por espejo de enfrente...) ambos se miraron a los ojos. Pepi se tapó la cara y grita un “Noooooo...” Andrés, por un momento detuvo las emboladas, pero cuando Pepi intentó escapar, adelantando el cuerpo para  sacar la tranca del culo, la agarró de los hombros y le pegó un buen arreón, incrustando la polla hasta los huevos. “¿Dónde vaas... guarrilla?”, gritó. Pepi lanzó un alarido y, llorando y asustada, empezó a disculparse y pedir perdón. Andrés no le hizo ningún caso y le gritó que se callase, al tiempo que, tirándole de los pelos, la siguió taladrando a buen ritmo.

Ella, asustada, apretó los dientes con rabia y empezó a jadear, meneando las tetazas, ante los empellones rabiosos de su hijo. Éste incrementó un mil por cien su nivel de excitación y solo necesitó dos minutos para inundar las entrañas de Pepi. Ésta, se dio cuenta de la entrada en tropel de la lefa por el calorcillo en el intestino y el alarido de Andrés, que no se cortó un pelo y  lanzó un potente: “¡Tooooma, putaaaa!” al correrse.

Tras hacerlo, se desplomó a peso sobre el cuerpo arrodillado de su madre, que, sometida se dejó caer en la cama, aplastada y con el rabo todavía dentro. Ella, a pesar de todo lo ocurrido y superada por la lascivia, había continuado meneándose el clítoris cada vez más rápido. Y allí mismo, aplastada por el peso de su hijo, tuvo un orgasmo que la alivió un poco. Aunque, inmediatamente, el sentimiento de culpabilidad la invadió de arriba a abajo.

Tras recuperar el aliento, Andrés, relajado, comenzó a besar el cuello de su madre, que, sorprendida, se dejó hacer, y empezó a farfullar una sarta de confusas justificaciones por lo que había pasado. Andrés, cansado de la perorata que escuchaba, le cogió la cabeza por los pelos y la giró para morrearla, al tiempo que le decía: “Anda, mamá, calla un rato...”

Ella, todavía sorprendida y asustada, respondió al morreo y se calló, mientras el rabo de su hijo, todavía duro, salía del ojete, dejando escapar grumos de lefa tras él.

Andrés se levantó y, acercando su polla morcillona a la cara de su madre le pidió, imperativo: “Anda, límpiala... que tengo que irme y no me da tiempo a ducharme”. Ella se incorporó, como para coger un kleenex de la mesita, pero fue interceptada por la mano de Andrés, que dirigió su cara hacia la polla, al tiempo que decía: “Con la boca, estúpida...”. Aturdida por el insulto, pero todavía sintiéndose culpable al haber sido descubierta como adultera por su propio hijo, procedió a tragarse los escrúpulos y chupetear la polla lo mejor que sabía, ante la prepotente sonrisa de su hijo.

-Me parece...-dijo éste-, que voy a tener que vigilarte más de cerca..., has sido una abuelita muy mala...

Ella le miró, todavía asustada y con miedo. Y lo que vio no acababa de gustarle. No sabía muy bien en qué iba a terminar la confusa situación en la que acaba de involucrarse.

Andrés, sin hacerle demasiado caso ya había empezado a vestirse y, antes de salir por la puerta, se acercó a su madre que seguía medio acurrucada en la cama, mirándole sin saber qué hacer, ni qué decir. La miró y, acercando la cara, observó como ella, sin cambiar el gesto contrariado, fue entreabriendo los labios, como esperando un beso de despedida. En ese momento, Andrés, puso el gesto más cínico de su repertorio y le estampó un sonoro escupitajo en toda la jeta, al tiempo que dijo a su sorprendida madre, que estaba a punto de romper a llorar:

-De momento, esto es lo que te mereces, por ser una madre tan puta... Ya veremos si te ganas algún besito algún día. ¡Hasta luego, guarra! Ya pasaré por casa a hacerte una visita. ¡Ah, y vístete para la ocasión! ¡Ja, ja, ja...!

Pepi ya no pudo contener las lágrimas y en cuanto se cerró la puerta, empezó a llorar desconsolada por el lío en el que estaba metida. Pero, ni tan siquiera ese desconsuelo evito que rebañase de su ojete el esperma que iba saliendo para saborearlo. Y, todo hay que decirlo, el semen de su hijo no era de mala calidad.

Nada más salir del hotel, Andrés llamó a Pablo:

-¡Joder, tío, menudo cabroncete estás hecho!

-¿Qué? ¿Ya has desvelado la sorpresa? Ya suponía yo que en cuanto desapareciese le quitabas el capuchón a la puta...-contestó Pablo desde la clínica, donde estaba esperando noticias del alumbramiento de su esposa.

-¡Sí... ja, ja, ja...! A la puta de mi madre... –Andrés se regodeaba con la situación.

-Un poquillo puta sí que es tu progenitora, sí... Te lo digo por experiencia.

-¡Vaya sorpresa que me has dado, tío! ¿Y cuánto tiempo llevas follándotela?

-Pues casi un par de meses, desde que me trasladé a la finca...

-Pues por lo que he visto es un fichaje cojonudo... No te puedes quejar no... y yo sin enterarme de que la vieja era una zorra de campeonato...

-Ya te digo... ¿te has gustado el regalito entonces, no? –Pablo estaba exultante con la satisfacción de su colega.

-¡Genial! No me esperaba yo que mi santa madre fuese tan zorra...

-¿Que te ha dicho cuando la has descubierto?

-¡Buaaah, qué bueeno! Ha sido genial... se ha puesto a balbucear... y a disculparse... En plan: “No, hijo, yo no quería...” “No es lo que parece...” “Pablo me ha obligado”, “Bla, bla, bla...” Gilipolleces, vamos... Porque con las tragaderas de polla que tiene, dudo mucho que no esté disfrutando con todo este asunto... El caso es que, con tu permiso, le tengo que enseñar modales... ¿qué es esto de andar cepillándose gente por ahí? ¡Ponerle los cuernos a mi viejo de esa manera! ¿Dónde se ha visto? Y todo sin que la familia lo sepa... y lo disfrute...

-Pues ya sabes, colega, es toda tuya... Cuando quieras la puedes “disciplinar”, ja, ja, ja. Yo lo he pasado muy bien con ella, pero ha llegado el momento de ir ampliando horizontes. Le he echado el ojo a la viuda rumana del segundo. Que, además, me debe un montón de atrasos de alquiler... Así que le echaré unos cuantos polvos más a la guarrilla de tu madre y, mientras, tanto, ya puedes ir tomando el relevo, que, tal y cómo yo lo veo, la jamona no puede estar sin rabo...

-¡Ja, ja, ja... la has amaestrado bien...! –concluyó Andrés antes de despedirse.

A partir de ese día, los dos amigos acordaron, a espaldas de Pepi, repartirse sus favores. Ellos cachondeándose de la situación lo llamaron “el traspaso de la puta”.

Pablo, que gradualmente se iba descolgando de la jamona, al tiempo que empezaba a trabajarse a su nueva guarrilla, iba espaciando las visitas al piso. Pepi consintió, creyendo a pies juntillas sus excusas de que todo se debía a las cosas del bebé. Además, aunque no le gustaba follarse a su hijo, éste le servía para calmar la calentura, pese a que, para ella, estaba resultando emocionalmente devastador caer en las depravaciones a las que la llevaba el comportamiento de Andrés.

Como ya hemos dicho, sexualmente la cosa funcionaba, pero sólo en el sentido de que Pepi obtenía un par de orgasmos con cada visita de Andrés. La mujer se había convertido prácticamente en una adicta al sexo, no podía prescindir de su droga ningún día. Así y todo, se  daba cuenta de que su moralidad estaba cayendo bajo mínimos.

Andrés acudía casi todas las tardes al piso de sus padres, se encerraba en el cuarto de costura y se cepillaba a su madre en plan salvaje. Pepi, que como decimos, había empezado la relación con reticencias, pronto acabó entrando en el juego y cediendo al placer.

El padre de Andrés empezó a tener negros presagios y a sospechar de los largos encierros de la madre y el hijo en el cuarto de costura. Y, claro, los sospechosos gritos que la radio a toda pastilla apenas si podía apagar y el aspecto de derrotada de su esposa, corriendo sudorosa a la ducha en cuanto Andresito salía de casa, no hacían más que acentuar sus peores presentimientos acerca de lo que estaba pasando... Y más después de haber visto lo ocurrido poco tiempo antes con Pablo. Aunque el viejo, todavía guardaba las formas y se negaba a reconocer lo que sus sentidos confirmaban cada día. Se engañaba a sí mismo, incapaz de asumir la realidad.

Finalmente, Andrés hijo, más que nada por las presiones de Pepi, sumamente avergonzada por la situación, acabó obligando a su padre a salir de casa cuando llegaba a casa cada tarde. Le traía los nietos y lo mandaba al parque para que los llevase a jugar. Sin llaves, para que llamase antes de subir y no se encontrase ningún cuadro desagradable.

¿Y en qué acabó convirtiéndose un día normal en la vida de Pepi? Pues, algo parecido a esto: Andrés hijo llegaba a casa, por la tarde. Enroscaba los nietos a su padre y lo mandaba al parque. La madre, que ya le había dado un furtivo pico al entrar, mientras los nietos abrazan al abuelo, esperaba ansiosa a que se cerrase la puerta para lanzarse a comerle la boca como una posesa. Éste le levantaba la bata y le manoseaba el culazo a fondo, pasando los dedos del coño al ojete, tras levantar la tira del tanga. Al mismo tiempo se apretaba a ella restregándole bien la polla por la barriga, sintiendo sus tetazas.

-¡Joder, mamá, cómo estás hoy! –decía metiendo el índice en el ojete.

Ella, dando un respingo, y, sobándole la polla con la mano, sobre el pantalón, decía:

-¡Fóllame, hijo de la gran puta, fóllame ya...!

Andrés, despelotándose a toda velocidad, levantaba en peso a la vieja,  y le clavaba el rabo en el encharcado coño. Y así, pasito a pasito, la pareja se movía por el diminuto comedor hasta la cama de matrimonio, donde, tras colocarse sobre su madre, poniendo sus piernas sobre los hombros, Andrés la bombeaba en plan cañero, escupiendo sobre la boca abierta de la guarra. Ésta berreaba como una cerda, sin cortarse y gritando: “¡Sigue, cabronazo, más fuerte! ¡Revienta a la puta de tu madre!”

Andrés, encantado con la actitud, apretaba más y más fuerte, mientras su madre levantaba la pelvis para frotarla contra él, acercándose al clímax. A los cinco minutos, la vieja se corría como una cerda, poniendo los ojos en blanco y Andrés, que todavía no lo había hecho, le daba la vuelta, tras dejarla descansar un par de segundos, para, tras escupir un par de veces en el culo, ensartarla a lo bestia por el ojete. Esto solía provocar un grito agónico en la mujer, que le hacía detenerse, aunque, enseguida, ella gritaba: “¿Por qué cojones paras? ¡Sigue hijo de puta!” Él, animado, por el ardor de su madre la agarraba del pelo, lo que la hacía arquearse y empezaba a bombear con bastante más fuerza que antes...

Un día en el que seguían el guion previsto, se produjo una conversación ciertamente surrealista:

-¡Joder, mamá, tienes el culo más seco que el ojo de la Inés! –comentó Andrés, frenando sus acometidas.

-Lo siento, hijo. Anda, aprieta más fuerte...-respondió Pepi, complaciente

-Quita, quita... que me voy a despellejar la polla... Anda, ve a buscar el lubricante...

-Es que... no sé si queda mucho...-balbuceó Pepi, entrecortadamente.

-¿Y eso? Si te traje un bote nuevo la semana pasada. ¿Qué pasa? ¿Has dado mucha caña con el Pablo?

-No, no, que va... Si ahora casi no viene... Peor... Tu padre... que se creía que era brillantina y lo ha estado usando...

-¡Ja, ja, ja... no jodas! ¡Menudo tontolaba, el viejo! ¿Y cómo fue?

-Pues nada...lo pesqué el otro día embadurnándose el pelo con el bote abierto y del grito que le pegue, casi lo tira al suelo... Menos mal que no se cayó y queda un poquito. Creo que con eso, un par de lapos, y si te ensalivo bien la polla, irá bien...

-Eso espero... Anda, tráete lo que quede...  Y una cosa... ¿qué le dijiste que era lo del bote?

-Lo primero que se me ocurrió... Crema para los picores del coño... A ver si así no lo usa, porque si le digo que es para las almorranas seguro que se lo funde...

-¡Jua, ja, ja... Seguro!

Ella se acercó a por el bote y se lo pasó a Andrés. Después se colocó agachada, mirando a Cuenca y abriéndose los cachetes del culo con los dientes apretados. Aunque ya tenía el esfínter tan dilatado que casi no le dolía en absoluto. Andrés estrujó el bote, desparramándolo por el ojete. Le fue metiendo los dedos, mientras soltaba salivazos que resbalaban hacia el agujerito y se mezclaban con el lubricante.

Cuando llevaba un rato así y empezó derramarse la mezcla hacia el suelo, tras mojar su chorreante coño... Cuando Andrés pudo meter tres dedos juntos con comodidad, colocó el rabo en posición y tras escupir en el capullo, embistió el ojete de su madre con fuerza hasta meter la mitad del rabo de golpe. Esta vez Andrés se sintió más cómodo, tenía la polla más rígida y la fricción era mucho más suave que antes.

Pepi, con los dientes apretados, emitió un gruñido que resultaba difícil saber si era de dolor o satisfacción. Seguramente de ambas cosas. Aunque, conociéndola, había bastante más placer que dolor.

Andrés, con su polla, dura como una piedra, fuertemente aprisionada en el tenso culo de su madre, empezó un lento metesaca en el que cada vez, empujaba más el rabo hacia  el fondo sintiendo un agradable calorcillo. Finalmente hizo tope con los huevos y se detuvo unos segundos recreándose en el gesto de concentración de su madre que vio reflejado en el espejo. La frente sudorosa, los dientes apretados y las manos agarrando con fuerza las sábanas, los ojos en blanco. En ese momento, Andrés sintió una mezcla de orgullo y deseo hacia su puta madre, que no le impidió gritarle que era una puta cerda. Ella gruñó agradecida y empujó con el culo hacia atrás para acrecentar la penetración. Esto fue suficiente para que Andrés soltase sus espesos chorros de leche en el culo materno.

Y, mientras Andrés, exhausto se derrumbaba sobre la espalda de su madre, con la polla todavía en el ojete perdiendo consistencia gradualmente, sonó el timbre de la calle, interrumpiendo la plácida escena.

Su madre hizo un amago de escapar del peso de Andrés, pero éste, imperativo, la cogió de los pelos, con su rudeza habitual, y le aplastó la cabeza contra la cama al tiempo que le gritaba.

-¡Joder, espera un poco cerda! Vaya con el abuelo... Cada día llega más pronto. Menuda dejación de funciones...

-¡Venga Andrés, no seas así! Ve a abrirles, que llevan dos horas en el parque... y los niños estarán cansados.

-¡Calla, coño! Que den otra vuelta más... que no les va a pasar nada. Me tengo que recuperar de este polvazo, guarrilla... –y en ese momento mordisqueaba su cuello, oyendo los ronroneos placenteros de la furcia.

Y allí se quedaron retozando hasta que las llamadas dejaron de oírse. Una hora más tarde, cuando volvieron a llamar, todo estaba ordenado, ambos vestidos y cómodamente sentados en el sofá viendo la tele. El cornudo y los nietos podían subir.

Con el paso del tiempo, la situación se fue volviendo rutinaria. Pablo se follaba a la Pepi cada vez menos, ocupado como estaba con su nueva adquisición la viuda rumana. A pesar de que seguía sosteniendo ante Pepi la excusa de su paternidad. Lo que hizo creer a ella que al fin el hombre había empezado a transitar el camino correcto.

Así y todo, a Pepi, la repentina falta de interés de Pablo le sentó como un tiro. No sólo porque se hubiese acostumbrado a sus polvos, sino también porque supuso una repentina caída de ingresos. Un dinerillo al que se había acostumbrado y que echaba bastante en falta.

En cuanto al tema sexual, tenía que conformarse con las visitas casi diarias de su hijo Andrés, al que procuraba estrujar le bien los cojones, para placer de ambos. Pero seguía sintiéndose mal por sus constantes cambios de humor y su talante borde que se alternaba con el cariño. Aunque, la verdad es que cada vez era más agresivo con ella. Pero, bueno, no dejaba de garantizarle algo de placer... y ella se había acostumbrado a catar una buena polla con periodicidad...

En cuanto a Andrés padre, repartía su tiempo entre sestear en su trabajo en la portería, adular rastreramente a Pabblo, el hombre que le ponía los cuernos, y pasear a sus nietos, mientras su primogénito se follaba a su puta madre. Aunque esto no lo había confirmado, ni quería hacerlo, a pesar de que lo sospechaba. Preferiría aplicar el sabio refrán: ojos que no ven, corazón que no siente.

Y así transcurrían las cosas, con todo el mundo consciente de la lujuriosa situación, pero obviándola, haciendo la vista gorda ante los hechos...

Pero para Pepi, la situación era distinta. La perversión había anidado en su corazón y estaba empezando a crecer. Sentía rencor hacia su marido, por su cobardía, su actitud de cabrón sumiso, y su servilismo ante Pablo. Sentía rencor hacia Pablo, por haberla pervertido y emputecido y dejarla ahora tirada como una colilla. Y, por último, sentía rencor hacia su propio hijo que la utilizaba sexualmente, sin darle nada a cambio. Por lo menos Pablo les había rebajado el alquiler y, tras follársela, le soltaba algo de pasta. Su hijo, en cambio, tenía menos detalles que un Seat Panda, tras cepillársela, además, siempre haciendo alardes de malos modos y desprecios, se limitaba a salir pitando y encima arramblar con algún tupper con comida casera de la nevera. (Su nuera, todo sea dicho, no era ninguna maravilla en la cocina).

En realidad, a Pepi le gustaba más follar con Pablo que con su hijo Andrés. La cuestión no era tanto de placer sexual, en lo que ambos andaban bastante igualados e incluso, si me apuras, era más placentero el sexo con Andrés, que tenía más resistencia, era más morboso y le gustaba experimentar.

El problema era que su hijo había entrado en una dinámica de dureza y agresividad que a ella empezaba a cansarle.

Pepi, desde el momento en que Pablo le abrió de par en par las puertas del morbo, fue descubriendo un mundo de placer del que las circunstancias de su modesta vida le habían privado. Y el sexo que conoció con Pablo no fue un fino romance de enamorados, sino una vorágine cañera de prácticas rudas que la acostumbraron a disfrutar de una polla dura más que de cualquier otra cosa. Pero Pablo combinaba el sexo duro con palabras cariñosas, pequeñas zanahorias para tenerla contenta. Y ella se sentía halagada.

En cambio, Andrés usaba y abusaba de ella sin miedo ni cortapisas, la trataba como un objeto de su propiedad. Y no dudaba en insultarla, escupirle y humillarla, follándosela con inusitada fuerza y sin contemplaciones. Como el que se folla una muñeca hinchable o una puta barata. Ella, lasciva por naturaleza, se dejaba hacer, sabiendo que su recompensa serían uno o dos orgasmos. Además, Andrés, sobre todo a partir de que Pablo empezó a espaciar sus visitas se convirtió en el único asidero sexual y casi en su único aliciente diario. Y más ahora que ya despreciaba a su pusilánime esposo casi abiertamente.

Pero, cada día, cuando su hijo Andrés abandonaba la casa tras follársela, dejándola tirada como un trapo, con alguno o varios de sus orificios rezumando esperma, sus pelos revueltos y su cara con baba seca, leche y lágrimas formando una cómica combinación, se sentía vacía. Y más al mirar la casa revuelta, las sábanas sucias y las latas de cerveza por el suelo, medio derramadas de cualquier manera, sabiendo, además, que, en breve, llegaría el cornudo y tenía el tiempo justo para dejar la casa presentable.

Finalmente, también Andresito empezó a espaciar las visitas. Aunque nunca las suprimió del todo, empezó a picotear de nuevo en los puticlubs de la zona y a zorrear con putillas que le presentaba Pablo, e incluso con inquilinas necesitadas a las que éste extorsionaba por el alquiler.

Pepi, convertida, ahora sí, en una auténtica adicta al sexo, no pudo por menos que reclamar a su hijo más atención. Pero sólo se encontró despectivas respuestas de éste.

Nuestra protagonista no veía clara la situación, veía un futuro muy oscuro, deprimente y con pajas solitarias... Hasta que apareció Abdul.

Abdul era un senegalés de unos veinticinco años, ni él mismo parecía saber su edad exacta, que se dedicaba al top manta y a trapichear y buscarse la vida siempre al borde de la legalidad aunque, afortunadamente para él, tenía permiso de residencia. Vivía en otro piso de la finca y compartía la vivienda con varios compañeros que sobrevivían a duras penas. Al menos, se repartían gastos y penurias y se ayudaban solidariamente entre ellos. No obstante, desde la llegada de Pablo como casero su situación, como la del resto de los inquilinos, había empeorado exponencialmente y el grupo se estaba planteando seriamente cambiar de alojamiento porque se estaba volviendo insostenible su presencia en la escalera.

Abdul, ya desde tiempo atrás, acudía a visitar a Pepi, para que le arreglase prendas de dudosa procedencia que luego vendía en mercadillos. Tiempo atrás iba por las mañanas, cuando Pepi y su marido estaban juntos en el piso. Pero desde que Andrés pasó a ser de nuevo el portero de la finca y Pepi puso en pausa su negocio de arreglos para dedicar las mañanas a follar con Pablo, Abdul dejó de visitar al matrimonio.

Hasta que una mañana se topó con Pepi subiendo bolsas de la compra a casa y, sorprendido de verla a esas horas fuera de casa, se ofreció a acompañarla. Ella, que había dejado de ser prioritaria para Pablo y estaba dejando de serlo para Andrés, había vuelto a dedicar las mañanas a las tareas del hogar y le dijo a Abdul, respondiendo a sus preguntas, que, cuando quisiese podía volver a pasar por casa para que hacer arreglos de ropa, que volvía a tener tiempo.

Abdul, empezó a subir al piso por las mañanas. Pepi, aburrida como una ostra, agradecía sus visitas y, al pasar los días, empezaron a tontear un poco, sobre todo ella, Abdul era un chico más bien serio, y fueron cogiendo confianza. Abdul le fue contando a Pepi lo que estaba sucediendo en la escalera, algo que Pepi intuía pero que, en su aislamiento, sometida al dominio primero de Pablo y después de su hijo, no había sido capaz de ver con la suficiente perspectiva.

El chico le habló del despotismo y los abusos de Pablo con los vecinos y como éstos vivían sometidos y aterrados ante su tiranía, sin saber a dónde ir. Todos, salvo la vecina a la que Pablo se estaba tirando. Pepi incrementó su atención, pensando que se refería a ella. Pero su sorpresa se transformó en ira cuando descubrió que ahora Pablo se estaba follando a otra. A una viuda rumana, más joven y, seguramente, más atractiva. Aunque esto último ya sería más discutible y depende de los gustos de cada uno. Ahora todo estaba claro. Ya se entendían sus ausencias. El ansia de venganza anidó en su pecho.

A partir de aquel momento, una resentida y maquiavélica Pepi, empezó a mirar a Abdul con otros ojos. Con ojos de depredadora. Un día, el joven, trajo un pantalón de chándal que había cambiado en el mercadillo y le pidió a Pepi que se lo ajustase.

Cuando tenía que probárselo tuvo que quedarse en calzoncillos frente a ella, que le dijo:

-Venga no tengas vergüenza de una vieja como yo...

Pero cuando Pepi, que estaba sentada en su silla de costura, tuvo frente a su jeta el paquetorro de Abdul firmemente apretado en sus boxers y una gruesa polla que apenas podía ser contenida por la ropa interior se veía perfectamente marcada, se quedó boquiabierta y su hambriento coñito empezó a babear...

El caso es que la buena de Pepi no era la de unos meses antes: una abnegada esposa, una entregada madre y una encantadora abuela. Vamos un dechado de virtudes y el modelo clásico de un ama de casa. La perversión había entrado en su vida para quedarse y las pollas de Pablo primero  y de su hijo después, habían demolido todas sus convicciones y conservadurismo.

Se había metamorfoseado de perfecta y virtuosa matrona a putón verbenero sedienta de esperma. El proceso había sido relativamente breve en el tiempo, pero muy intenso y efectivo. Y ella, que no era muy consciente de ello, sentía los síntomas clásicos de la ansiedad y de un síndrome de abstinencia que toda yonki del sexo padecía. Así, que, habituada, como estaba a una ración de sexo matinal y otra vespertina,  notaba que le faltaba algo e iba permanentemente excitada

Y, claro, la visión de aquel rabo negro a través de los calzoncillos le puso el coño babeando y le proporcionó la valentía que necesitaba para, sin casi mediar palabra y con un imperativo grito de "trae para acá", bajar de golpe el slip de Abdul y, tras agarrar la morcillona polla del negro, engullir ansiosamente el grueso y chocolatedo capullo.

Abdul, sorprendido, gruñó de placer y la dejó hacer. Segundos después, con la polla, bastante larga y gruesa bien endurecida, ya teníamos la boca de Pepi engulléndola hasta los huevos y forzando al máximo su garganta y con regueros de babas cayendo al suelo. Todo con un fondo de chapoteos y la manita de la guarra hurgándose el chocho bajo las bragas.

Abdul superó rápidamente la timidez y, tras sujetar el tarro de Pepi de los pelos, empezó a follarse la boca de la zorra en plan salvaje, con gritos de:

-¡Traga puta cerda! ¡Cómeme la polla hasta los huevos!

Pepi, no se amilanó y, ardiendo de deseo, se dejó hacer, babeando entre arcadas, hasta que Abdul decidió arrancarle la polla de la boca y levantarla tirándole de los pelos para pegarle un morreo baboso a la que ella respondió con ansia y entre jadeos. Después se separó un poco de ella para decirle:

-Eres una vieja muy cerda, ¿lo sabes?

Pepi asintió jadeante. Abdul le escupió un par de veces para, posteriormente, restregarle con su negra mano toda la saliva y las babas por la cara. Pepi, sumisa, se dejó hacer, sin dejar de restregarse el coño con la mano.

Abdul le rompió los botones de la bata y la dejó en bragas y sujetador.

-¡Quítate esa mierda! ¡Venga, guarra, deprisa! ¡Quiero verte en cueros!

Pepi, veloz como un rayo se sacó las bragas de sus regordetas piernas y tiró el sujetador al fondo de la habitación. Abdul babeó de satisfacción al ver el maduro cuerpo de la jamona en pelota picada. Con las enormes tetas desparramándose por la incipiente barriga y el coño pelado entre sus gruesos muslos.

-¡Gírate puerca! ¡Abre el culo!

Pepi se giró e, inclinándose levemente, se abrió los cachetes de su culazo, mostrándole al negro una perfecta panorámica de su apretado ojete y de su húmeda y palpitante vulva.

Abdul encañonó su coño y tras colocar el capullo en posición, le metió la tranca hasta el fondo. Una tranca, grande, gruesa y venosa. En resumen, tan gruesa como la de Pablo y tan larga como la de su hijo.

Pepi, tras un berrido, mezcla de dolor, sorpresa y placer, entró en una convulsión de gemidos y jadeos que la llevaron al Nirvana. Su mano frotaba el clítoris sin parar y se corrió a los dos minutos de sentir las emboladas de Abdul. Éste, embestía sobre su cuerpo a un ritmo tan fuerte que  ella, que estaba de pie con las manos apoyadas en la máquina de coser, fue empujando la misma hasta hacer tope con la pared, golpeada rítmicamente por la mesita. El ruido de los golpes estaba apagado por los gemidos y los gritos de ella, desatada ya: “¡Fóllame, cabrón!” “¡Clávame tu negra polla hasta el fondo!” “¡Dame rabo, por Dios y la virgen!” “¡Más, más, más...!”

Abdul, silencioso, jadeaba de placer y embestía a un ritmo intenso y sostenido, alternando los tirones de pelos con las palmadas en el ya enrojecido culo. Al mismo tiempo, iba escupiendo en su ojete y entre las cachas del culo, para que la saliva fuese llegando al agujerito marrón de la jamona. Allí, primero con el índice y luego con el pulgar y dos o hasta tres dedos, iba preparando el culo para rematar la faena.

Pepi, tras correrse y, sin dejar del todo de masajearse el coño, le pidió, finalmente al negro, que terminase la faena: “¡Abdul, por Dios, pétame el culo ya...! ¡Quiero sentir tu pollaza en las entrañas!”. Nuestro héroe no se hizo mucho de rogar y al grito de “¡Tomaaa puuuta!” se la encajó de golpe en el culo. Hasta el fondo.

El berrido de Pepi debió oírse en la manzana de al lado. Pero eso sólo sirvió para que Abdul se detuviese un momento. Y para acostumbrar el esfínter de la zorra madura al grosor de su polla. Después comenzó las emboladas, con más fuerza si cabe, escupiendo sobre su rabo para lubricar el taladro anal con el que martirizaba a nuestra viciosa abuelita puta.

Pepi nunca se había sentido tan llena. Su placer resultó indescriptible. Siguió masturbándose con más ansias. Y debió ser en esos momentos, justo antes de oír el salvaje grito de Abdul y notar el reguero de leche inundando el caliente interior de su culo, cuando tuvo una revelación y creyó que, durante toda su vida, había estado esperando  este momento de intenso placer. Acababa de encontrar la horma de su zapato en el terreno sexual. Para ella, en ese instante, nada tenía más importancia que tener la polla de Abdul controlada y a su servicio.

Desde ese mismo instante, tanto Pablo, como su hijo Andrés, pasaban a un segundo plano. Abdul tenía un rabo que se adaptaba a la perfección tanto a su coño como a su culo y, para ella, era una delicia tenerlo en su boca. Ahora sólo le quedaba saber si el sabor de su leche estaba en consonancia con el resto de sus virtudes. Y, en cuanto terminase de correrse, pensaba averiguarlo.

Tras diez minutos de intenso mete saca, Abdul se tensó como un muelle y soltó una espesa cuajada en el ano de Pepi, al tiempo que gruñía como un animal herido. Ella apretó los dientes y le pidió: “¡Por tus muertos, ni se te ocurra sacarla! Espera a que se afloje...” Mientras hablaba seguía masturbándose en busca de su segundo orgasmo. Abdul, obediente, siguió, aunque más despacio, meneando la polla en el ojete de la guarra de Pepi, mientras, poco a poco, iba perdiendo dureza.

Finalmente, Pepi, que agitaba su manita frotando el clítoris a toda velocidad, se convulsionó, así como estaba, agachada y con la polla de Abdul aún dentro, viviendo un intenso orgasmo que la dejó con las piernas flojas y a punto de desmoronarse.

Abdul, la cogió en peso y, sin sacarle el rabo,  se sentó, con ella encima, en el sillón. Pepi, ya más tranquila le pidió que le pasase un vaso que había en la mesita. Abdul, obediente, se lo acercó y Pepi, tras sacar la polla del ojete y menearse un poco, colocó el vaso bajo su culo para recoger los restos de leche y fluidos que brotaron de allí como un pequeño torrente.

El vaso se llenó como en un tercio y Abdul miró sorprendido como ella contemplo el líquido entre blanco y ocre que contenía y, tras olerlo levemente, se lo llevó a la boca para saborearlo bien antes de tragárselo.

-¡Pero qué puta eres Pepi! –le dijo

Ella le miró, sonriente y respondió:

-Me encanta, Abdul, es la mejor leche que he probado... Y aún me queda recoger los restos.

Y, dicho esto, se arrodilló ante la pendulona polla del negro y la lamió y relamió hasta dejarla reluciente.

Cuando terminó, miró a Abdul a los ojos y le dijo:

-Abdul, has cambiado mi vida. A partir de hoy eres el hombre de la casa... Ya puedes bajar a tu piso, coger tus trastos e instalarte aquí.

Abdul la miró asombrado, creyendo que hablaba en broma. Pero, por asombroso que resulte, Pepi estaba hablando muy en serio. Acababa de tener una revelación y la lujuria acumulada en los dos últimos meses había convergido hasta este punto iniciático. Era un nuevo comienzo.

Esa misma mañana, mientras Abdul recogía sus escasos trastos para subirlos al piso de Pepi, ésta se dedicaba a preparar un par de maletas con toda la ropa y las pertenencias de Andrés. Como siempre fue una mujer muy organizada, no tardó mucho en tenerlo todo listo y, tras dejarlo en el recibidor, se acicaló y perfumó debidamente para recibir a su nuevo amante.

Abdul, al entrar, ya vio las maletas en la puerta y supuso, obviamente, que Pepi iba a poner a Andrés de patitas en la calle. Por un instante quiso interceder a favor del pobre viejo que, aunque era un gilipollas algo racista y siempre trató bastante mal a él y a sus colegas, le daba un poquito de pena y el senegalés tenía un gran corazón. Pero, justo cuando iba a hacer un alegato para ver el modo de compartir la convivencia del viejo con él y Pepi en la casa, ella se abrió la bata. Y fue verla con un conjunto de lencería no apto para cardiacos y escuchar su ronca voz de puta decirle “Ven, sígueme, vamos a nuestra habitación...”, cuando dejó para siempre sus afanes humanitarios. Al fin y al cabo, el viejo tampoco estaría tan mal en la portería y, si no, que fuese a vivir a casa de su hijo, que vivía en el barrio...

Pepi echó el pestillo de la puerta para no tener sorpresas mientras echaba un nuevo polvo con Abdul. Y en ello estaban, cuando el timbre y los golpes en la puerta interrumpieron a la pareja. Era Andrés, que subía de su “trabajo”. Ella se sacó la polla de Abdul de la boca y, tal y como iba, vestida sólo con unas medias de rejilla y en zapatos de  tacón, despeinada y sudorosa, acudió a la puerta meneando su culazo y con las tetazas abriendo camino.

-¡Pepi, qué haces! ¿Por qué está cerrado...? –decía Andrés desde detrás de la puerta entreabierta, todavía sin ver a la zorra de su mujer.

-Espera, que te abro...-le respondió ella.

Y, cuando se abrió la puerta Andrés se quedó impactado con la imagen que veía. Balbuceando, sólo atinó a decir:

-¿Qué, qué... qué haces? ¿Qué está pasando, Pepi...?

Pepi, fría como un témpano, se limitó a responder:

-¡Pues nada, Andrés! ¿Qué va a pasar...? Que te trasladas a vivir a la portería, o con Andresito, o donde te salga de los huevos... Que me he cansado te tenerte aquí como un parásito, tocándote los cojones y haciendo el maricón por la casa...

Andrés, que estaba en shock, miró alternativamente a las maletas  y a su esposa. Se fijó en su aspecto de furcia, su cuerpo sudoroso y lleno de marcas y rozaduras del fragor de la batalla sexual, su coño depilado y su cara cínica y sonriente. Empezó a llorar y siguió balbuceando incoherencias ante la pasividad de Pepi, que había quemado sus naves y no iba dar marcha atrás.

Ella, viendo que el cornudo no se movía, le hizo un gesto firme, al tiempo que le decía:

-¡Venga Andrés, date prisa y lárgate ya! ¡Que estoy con un amigo!

-¿Estás, con... con Pablo...? –preguntó gimoteando.

Pero, justo antes de responder, Abdul salió de la habitación, con su enorme polla semierecta en dirección al lavabo. No era precisamente una situación cómica, pero la imagen recordaba al negro del whatsapp. Aunque ninguno de nuestros protagonistas estaba para chistes. Ambos se giraron y Pepi, señalándole le dijo a Andrés:

-No, no es Pablo. Estoy con el nuevo hombre de la casa. Así que coge tus trastos y lárgate ya si no quieres que le diga que eche...

Andrés siguió paralizado durante unos eternos segundos hasta que, cabizbajo, cogió las maletas y se giró camino de la puerta, no sin antes volverse un momento para proferir una velada amenaza:

-Voy a hablar con Pablo y se lo diré todo... No le va a gustar nada lo que está pasando.

-Sí, sí, Andresito, tu habla con él y se lo cuentas... que aquí le espero yo para que venga a verme. –respondió una pletórica Pepi que cerró la puerta en las narices del abatido cornudo.

Después, se giró y, tras deshacerse deprisa y corriendo de los zapatos de tacón, corrió bamboleando su culo hasta la habitación para incrustarse en la polla de Abdul que la esperaba tumbado en el lecho matrimonial con el rabo apuntando al techo.

Aquella misma tarde, Pepi y Abdul planificaron la venganza contra Pablo.

Pepi tenía unos cuantos videos que había conseguido del teléfono de Pablo de ella misma follándoselo con el rostro pixelado.  Aunque a Pablo se le veía nítidamente. Eran los vídeos que Pablo había usado para calentar a su hijo Andrés cuando planeó su traspaso como puta. Esos vídeos iban a servir ahora para chantajear a Pablo. Podían ser de utilidad con la amenaza de mostrarlos a su mujer. Podían destrozar su matrimonio. Y Pepi creía, acertadamente, que Pablo lo último que quería poner en riesgo era su matrimonio.

Por otro lado, Abdul también disponía de grabaciones y documentos que demostraban el acoso, las extorsiones y el mobbing a los vecinos de la finca para que abandonasen los pisos. Todo ello eran pruebas de la especulación de Pablo que tenía ya dos o tres viviendas,  de inquilinos que había desalojado, ocupadas como alquiler turístico sin declarar. Si todo eso se hacía público, sería la ruina virtual del casero.

Fue a la mañana siguiente cuando Pablo, se presentó en el piso alertado por Andrés para ver qué coño estaba pasando con la mujer que creía de su propiedad. Cuando llegó, Pepi estaba sola en casa. Abdul había ido con sus antiguos compañeros de piso a ejercer la venta ambulante por el centro. Pablo embistió a Pepi como un torbellino, tratando de reinstaurar su poder sobre ella. Pero su contraataque, con el tema de los vídeos y las denuncias por acoso y alquiler turístico ilegal, que estaba preparando con Abdul frenó de cuajo su ímpetu. Tras una tensa hora de tira y afloja y en vista de que Pablo tenía más cosas que perder que posibles beneficios, llegaron a una especie de pacto en plan: “no nos haremos daño...” que beneficiaba principalmente a Pepi y Abdul.

En resumidas cuentas, Pablo se comprometía a hacerse cargo del cornudo Andrés. Pepi le dijo que no dejaba de ser su responsabilidad: él había creado el problema y él tenía que solucionarlo.

-Entonces, ¿la culpa es mía por emputecerte? –preguntó Pablo.

-Correcto. –respondió lacónicamente ella.

Para Pablo, aceptar ese punto no suponía absolutamente nada: colocar un catre en la habitación anexa a la portería, que ya tenía un WC y una pequeña ducha, y añadir al “mobiliario” un hornillo y un microondas por si el buen hombre quería hacer de Arguiñano. Del resto, dijo Pepi, ya se encargaría el otro responsable del asunto: su hijo Andrés.

Pablo aceptó también no apretar más las tuercas a los inquilinos y cobrarles un alquiler razonable, aceptando todo tipo de retrasos y dilaciones si eran justificados. También aceptaba no inmiscuirse más en la vida de Pepi, reconociendo su relación actual con Abdul y no cobrarle más el alquiler, “por los servicios prestados a tu polla”, añadió ella con desparpajo. Y Pepi, apretando algo más las clavijas, obtuvo una última concesión: un ingreso mensual de 1000 euros en concepto de “pensión vitalicia”, dijo Pepi, más que nada por el mismo concepto. Pablo en esta ocasión, hasta rio ante la ocurrencia de la jamona, y decidió aceptar (en realidad, estaba forrado, no le venía de 1000 euracos más o menos).

Pepi, por su parte, también hizo alguna concesión: olvidar sus planes de venganza y chantaje y dejar las cosas tal y como estaban. Ni ella iba a mostrar los vídeos a la mujer de Pablo, ni Abdul iba a denunciar ninguna irregularidad en la escalera.

Obviamente, el hecho de que Pablo continuase o no con su rumana dejaba de tener la más mínima importancia para Pepi que estaba más que satisfecha (de momento...) con la POLLA (con mayúsculas) de Abdul. Pablo pasaba a ser un capítulo cerrado en su vida.

Al final, acabaron casi como amigos, tanto que Pablo se atrevió a solicitarle un polvete de despedida a Pepi. Ella, por un momento, y en honor a los viejos tiempos y los buenos ratos que le había hecho pasar el hombre que le había descubierto el camino de la lujuria, estuvo tentada de aceptar. Pero, tras meditar unos segundos, declinó la oferta. Ahora su coño, su culo y su boca tenían dueño: el duro y grueso rabo negro de su amante. Y, en un sorprendente alarde de virtud, había decidido serle fiel... por lo menos, de momento.

Pero todavía faltaba un personaje para que Pepi pudiese dar carpetazo a su pasado. Se trataba, lógicamente, de su hijo Andrés, que llevaba varios días sin aparecer por la finca y que era ajeno al desarrollo de los acontecimientos. Había ido de vacaciones con la mujer y los niños al pueblo de sus suegros y volvía a la ciudad el día siguiente.

Como es lógico, Andrés llegó de sus vacaciones con los cojones cargados de leche para empachar a su madre y unas ganas locas de seguir sometiéndola a todas las perrerías imaginables. Había maquinado mil y un morbosos planes durante las vacaciones para disfrutar con su progenitora y no veía el momento de volver a casa, dejar a su mujer deshaciendo las maletas y, tras coger a sus hijos, colocárselos a su suegro para poder follarse a su madre a gusto.

Y eso es lo que hizo la tarde siguiente. Le dijo a su mujer que se llevaba a los niños para ver a los abuelos y, ni corto, ni perezoso, se plantó delante de la puerta de su madre y llamó al timbre ya con la polla morcillona.

Su madre, que esperaba la visita, también había puesto el pestillo y, antes de dejarle entrar, tuvo una breve conversación sin llegar a abrir la puerta.

-Andrés, ¿vienes solo?

-No, con los niños... para que los lleve a pasear el abuelo... –respondió Andrés palpándose la polla por encima del pantalón. Al mismo tiempo, Pepi pudo oír los agudos gritos de los niño “¡Abuelita, abuelita, abre!”. Pepi, no estaba para niñerías y, en esta nueva vida, se había vuelto insensible a ese tipo de cosas. De modo que se limitó a decirle a su hijo, al tiempo que abría brevemente la puerta, y le pasaba una llave nueva:

-Baja abajo y déjale los niños al abuelo, que debe estar en la portería. Luego sube y entra. Toma esta llave. He cambiado la cerradura.

Y, sin dar una explicación más, cerró la puerta. Andrés, extrañado cogió la llave y se vio con la puerta en las narices cuando trató de asomarse a ver a su madre.

Ya abajo, con los niños sorprendidos por el recibimiento, encontró a su padre abatido, acostado en el diminuto cuartito de la portería. Éste le preguntó si había hablado con su madre, si le había dicho algo. Andresito se limitó a repetir la escena vivida y su padre, que no le quiso contar nada, le dijo que subiese a verla y accedió a llevar a los niños al parque.

Andrés hijo, extrañado, pero sin sospechar nada, subió pensando que, seguramente sus padres debían haber discutido, y que quizá le iba a tocar hacer de mediador, pero en ningún caso veía peligrar su relación con Pepi. Es más, camino de casa se iba acariciando la polla, cada vez más dura y pensando que ya hablaría de lo que había pasado entre ellos después de darle una buena ración de polla a la puta de su madre, que seguro que ya estaba chorreando...

En esos pensamientos estaba cuando abrió la puerta de la vivienda. Nada más entrar se dio cuenta de que su madre no estaba esperándolo en el comedor, cómo solía hacer, ni en el cuartito de la costura, como ocurría cuando su padre estaba en casa. El piso era muy pequeño y los ruidos que venían del dormitorio le pusieron rápido sobre aviso acerca de lo que estaba ocurriendo. Eran jadeos y gemidos imposibles de confundir. Una pareja estaba follando en el cuarto de sus padres.

Andrés pensó, sin dudarlo ni un instante, que debía tratarse de Pablo, que había retomado puntualmente la relación con su madre, por lo que ni siquiera se alteró un ápice. Lo único que pensó es que, como mucho, igual tenía que hacer un sandwich con su colega. Pero tenía claro que hoy no salía de casa sin vaciar el cargador.

Pero al entrar en la habitación se llevó la sorpresa del siglo. Andrés se quedó paralizado en el umbral ante una escena inaudita y sorprendente. En el centro de la cama matrimonial, a cuatro patas y con la cara sonriente mirando hacia la puerta, estaba su puta madre, con un negro alto, musculoso y fuerte que la sujetaba férreamente por las caderas al tiempo que la hacía moverse adelante y atrás, con sus tetazas rozando las sábanas. El negro tenía los dientes apretados y sudaba la gota gorda. Movía el manejable cuerpo de su madre con violencia y firmeza y ella, que parecía encantada, sonreía a su hijo con sorna.

Desde su posición, Andrés no podía saber si el negro le estaba penetrando el coño o petando el ojete, pero, por los rictus extraños que a veces hacía su madre, dedujo (acertadamente) que las acometidas eran en el patio trasero, por así decirlo.

El silencio se rompió con una frase de su madre:

-¡Ah, hola, cariño! ¿Cómo estás? ¡Aaaah, aaaah...! No sabía cuándo venías... aaaah, aaah... Anda, siéntate... aaah, aaah. Y tú, Abdul, no pares, ¡más fuerte! ¡revientame el culazo!

                Y Abdul, espoleado, palmeó ruidosamente las fláccidas nalgas de Pepi y después volvió a agarrarlas, para seguir meneando su cuerpo a una cadencia cada vez mayor.

Andrés, aturdido y desconcertado se sentó en una pequeña silla junto a la puerta, contemplando el polvo que seguía a un ritmo acelerado. Los cuerpos sudorosos hacían balancearse la cama, liando una escandalera. Afortunadamente, el piso de abajo estaba vacío.

Su madre, apretando los dientes pero sin perder la sonrisa, prosiguió:

-Mira, Andrés, este es Abdul... el nuevo hombre de la casa... ¡aaaaah, aaaah! No, no te preocupes... no te voy a obligar a llamarle papá... Aunque tiene más cojones que tu padre y tú juntos... ¡aaaah, aaaah! Y te lo digo con conocimiento de causa... Además... están deliciosos... ¡aaah, aaaah! –aquí, Andrés ya había bajado la cabeza, aunque su madre le gritó: -¡Levanta la cabeza, hijo de la gran puta! ¡Y mira a un macho de verdad! –Andrés, medio groggy, obedeció el grito de su madre, pero siguió mudo, sin poder hilvanar una respuesta. -¡Aaaaaah, aaaaah! Ahora escúchame con atención, quiero que sepas una cosa... ¡aaaah, aaaah! Nunca, nunca más, vas a volver a tocarme... A no ser que yo te lo pida, ja, ja, ja... Aunque lo dudo, porque con machotes como éste. –y, al tiempo que decía esta última frase, empujó con el culo hacia atrás y se ensartó la tranca de Abdul hasta los huevos, ante la sorpresa del negro que, aun así, aguantó la embestida.

Andrés, se mesaba los cabellos, incapaz de reaccionar y no pudo evitar oír las últimas palabras de su madre como un mazazo:

-Ahora, quiero que te largues y que no vuelvas más por aquí. Lo mismo que le he dicho al maricón cornudo de tu padre y al cabrón de tu amigo Pablo. No os quiero volver a ver si puedo evitarlo... –mientras decía estas últimas palabras se había sacado la polla del culo, había hecho tumbarse a Abdul sobre la cama y, a horcajadas sobre él, mientras le ofrecía su culo y su coño para que se los fuese trabajando con la boca, empezó a masturbarlo antes de tragarse su leche en cuanto eyaculase.

-Cuándo quiera ver a mis nietos –añadió – ya te llamaré o iré a tu casa. Eso es todo, ahora, ¡piérdete! –y, tras decir esto se metió la polla de Abdul en la boca y empezó una mamada con garganta profunda incluida que hizo dar un alarido de placer al chico.

Andrés, abatido, se levantó sin intentar articular una respuesta y se giró camino de la puerta al mismo tiempo que Abdul gritaba al eyacular copiosamente en la boca de Pepi, que se afanaba por tragarse todo el zumo de macho posible.

Andrés salió de la habitación, pero no pudo evitar oír un último grito de su madre, con la boca pastosa por el esperma acumulado:

-¡Ah, una cosa, Andresito! ¡No te olvides de dejar la llave encima de la mesa! No te hace falta la copia.

Andrés, qué remedio, obedeció y salió cerrando para siempre la puerta del que había sido su hogar, dulce hogar.

A partir de aquel día, Pepi se convirtió, por así decirlo, en la dueña virtual de la escalera y Abdul, venía a ser el príncipe consorte... O, mejor dicho, el semental consorte. Aunque con el tiempo, Pepi, permitió alguna innovación y los cuatro antiguos colegas del piso de Abdul acabaron catando a la buena mujer... Y no siempre por separado.

En eso se había convertido la dulce Pepi.

Pablo continuó con su nueva amante y zorreando con el infeliz Andresito, que tuvo que volver a refugiarse en el sexo de pago.

En cuanto al pusilánime Andrés padre, tuvo que limitarse a agachar la cornamenta y saludar de vez en cuando a la señora Pepi, como insistía su ex-mujer en que la llamase, cuando entraba del brazo de Abdul, o alguno de sus amigos senegaleses, en la escalera, vistiendo minifaldas de escándalo y pisoteando el montoncito que acababa de barrer el pobre viejo.

En fin, un final deprimente para algunos personajes, pero feliz y justo para otros.

Y eso es todo, amigos.

FIN

0 comentarios:

Publicar un comentario

My Instagram